Biografía breve de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus De
El santo es un hombre de
Dios, un alma que se ha identificado con Jesucristo. Ésta es la impresión que
se recibe al asomarse a la vida de san Josemaría Escrivá de Balaguer.
No obstante, los santos no son superhombres, ni personas fuera de lo común,
seres inenarrables. Precisamente, a san Josemaría debemos una enseñanza
fundamental en este sentido: los santos son como nosotros, los santos están
entre nosotros. “No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío
y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido
siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que
veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco?
Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero
también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como
si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas
biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y
ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha”.
La lucha por identificarse con Cristo, sin embargo, es un empeño arduo y
sincero, gozoso y tenaz. Pero es, sobre todo, obra del Espíritu Santo, Espíritu
de Amor, que nos convierte en hijos de Dios en el Hijo.
Sólo tenía dos años cuando enfermó de gravedad.
Una infección mortal, según el médico, que luchó día tras día, inútilmente,
por salvar la vida del niño. El hogar de los Escrivá se sumió en el silencio,
hasta que el doctor, amigo del padre del pequeño, le dijo con franqueza:
—De esta noche no pasa.
Fue una noche de hondo sufrimiento para José Escrivá y su joven esposa, María
Dolores Albás, que contemplaban anonadados el semblante de aquel hijo que se
les moría, anegado en sudor y trémulo por la fiebre. Mientras su vida se
apagaba, acudían a la intercesión de la Madre de Dios, sin perder la
esperanza.
Doña Dolores había hecho una promesa: si la Virgen le curaba aquel hijo, ella
misma lo llevaría en brazos hasta la ermita de Torreciudad, a la que se tenía
mucha devoción en la comarca.
Al día siguiente, el doctor Camps fue de nuevo a casa de los Escrivá. Para
evitar que tuvieran que darle la noticia, les preguntó al entrar:
—¿A qué hora ha muerto el niño?
—¡No sólo no ha muerto —contestaron gozosos—, sino que se ha curado!
Los Escrivá cumplieron su promesa y llevaron al pequeño Josemaría en acción
de gracias hasta la ermita de la Virgen, por el sendero estrecho que discurría
entre las quebradas y los riscos del Cinca, muy cerca ya del Pirineo. Fue la
primera visita del pequeño Josemaría a Torreciudad; y a partir de entonces le
decía su madre:
—Hijo, para algo muy grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque
estabas más muerto que vivo.
Josemaría había nacido en Barbastro el 9 de enero de 1902. Sus padres, don José
y doña Dolores, eran dos esposos jóvenes, buenos cristianos, que provenían de
familias muy conocidas de Barbastro y de algunos pueblos de alrededor. Llevaban
un ritmo de vida tranquilo y apacible, similar al de tantas familias de aquella
ciudad altoaragonesa. Su padre era comerciante y tenía un negocio de tejidos.
Su madre cuidaba del hogar, compuesto en aquel momento por dos hijos pequeños:
Carmen y Josemaría.
San Josemaría evocaría en sus escritos esos años felices: “Recuerdo
aquellos blancos días de mi niñez (...). Mi madre, papá, mis hermanos y yo íbamos
siempre juntos a oír Misa. Mi padre nos entregaba la limosna, que llevábamos
gozosos, al hombre cojo, que estaba arrimado al palacio episcopal. Después me
adelantaba a tomar agua bendita, para darla a los míos. La Santa Misa. Luego,
todos los domingos, en la capilla del Santo Cristo de los Milagros rezábamos un
Credo”.
Recordaba años después, con agradecimiento, cómo sus padres le fueron
iniciando, paso a paso, en la vida cristiana: “Me llevó mi madre a su
confesor, cuando tenía seis o siete años, y me quedé muy contento. Siempre me
ha dado mucha alegría recordarlo...” Poco después, hizo la Primera Comunión,
el 23 de abril de 1912, en la fiesta de san Jorge, como se acostumbraba en Aragón.
José dedicaba mucho tiempo a sus hijos. El pequeño Josemaría le esperaba con
impaciencia a la vuelta de su trabajo, y salía a su encuentro, y metía la mano
en el bolsillo de su abrigo buscando alguna chuchería. En invierno le llevaba a
pasear, compraba castañas asadas y el niño gozaba metiendo la mano en el
bolsillo del abrigo de su padre, caliente por las castañas.
Guardaba una imagen entrañable de su padre —un hombre recto, trabajador, cariñoso,
y afable— y de su madre, siempre laboriosa y serena. “No recuerdo haberla
visto nunca desocupada; siempre estaba atareada en alguna cosa: hacía una labor
de punto, cosía o recosía prendas de ropa, leía... No tengo memoria de haber
visto jamás a mi madre ociosa. (...) Era una buena madre de familia, de familia
cristiana y sabía aprovechar el tiempo”.
Los recuerdos de esa época son los normales de un niño de pocos años. “De
pequeño —contaba san Josemaría— había dos cosas que me molestaban mucho:
besar a las señoras amigas de mi madre, que venían de visita, y ponerme trajes
nuevos.
Cuando vestía un traje nuevo, me escondía debajo de la cama y me negaba a
salir a la calle, tozudo...; y mi madre, con un bastón de los que usaba mi
padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, delicadamente, y entonces salía:
por miedo al bastón, no por otra cosa.
Luego, mi madre con cariño me decía: Josemaría, vergüenza sólo para pecar.
Muchos años después me he dado cuenta de que había en aquellas palabras una
razón muy profunda”.
Así transcurría la vida en aquel hogar. Pero pronto llegaron las penas.
Durante los años 1910, 1912 y 1913 fueron falleciendo sucesivamente, por
enfermedad, tres hermanas pequeñas de Josemaría: Rosario, a los nueve meses de
edad; Lolita, a los cinco años; y Asunción, a los ocho.
La casa se llenó de silencios en torno a las camas vacías. Y Josemaría, que
había contemplado aquella sucesión de muertes sin entenderlas, le comentaba
ingenuamente a su madre:
—El próximo año me toca a mí.
—No te preocupes, hijo mío —le tranquilizaba doña Dolores— tú estás
ofrecido a la Virgen y Ella te cuidará.
Estos recuerdos familiares quedaron impresos en el alma de san Josemaría con
trazos indelebles, y se adivinaban en el trasluz de sus enseñanzas cuando,
varias décadas más tarde, animaba a los esposos a formar hogares luminosos
y alegres. “El matrimonio —recordaba— es un camino divino, una vocación
a la que Dios llama; y la familia es el primer y el principal ámbito de
santificación y apostolado”.
“Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a
santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su
primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que
implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación
cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en
gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad”.
Huellas
en la nieve
A finales de 1914, pocos meses después del comienzo
de la I Guerra Mundial, los Escrivá se trasladaron a Logroño, a causa de la
quiebra del negocio familiar.
Con cuarenta y ocho años, José Escrivá se dispuso a comenzar desde cero.
Encontró trabajo como dependiente y hombre de confianza en un comercio de
tejidos. Fue un cambio costoso para todos; también para Josemaría, ya un
adolescente, que prosiguió su Bachillerato. Era un buen estudiante, con
calificaciones excelentes, que soñaba con ser arquitecto.
Las Navidades de 1917-18 fueron extremadamente frías. El termómetro se mantuvo
a catorce grados bajo cero durante muchos días y la ciudad quedó casi
paralizada. Y un día de aquéllos, tras una fuerte nevada, un hecho
aparentemente anodino cambió el horizonte de su vida. Fueron unas huellas en la
nieve: las huellas de un carmelita, que caminaba con los pies descalzos por amor
a Dios.
Al ver aquellas huellas, Josemaría experimentó en su alma una profunda
inquietud divina, que le suscitó un fuerte deseo de entrega. Otros hacían
tantos sacrificios por Dios y él —se preguntó—... ¿él no era capaz de
ofrecerle nada?
“El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes,
de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he
entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús,
que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la
mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo,
que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la
confesión... y a la penitencia”.
Puede sorprender que un motivo tan pequeño —unas pisadas en la nieve— baste
a un adolescente para tomar una decisión tan grande: entregar a Dios su vida
entera; pero ése es el lenguaje con el que Dios suele llamar a los hombres y así
son las respuestas, los signos de fe, de las almas generosas que buscan
sinceramente a Dios. No fue una simple reacción, emotiva y pasajera. “Comencé
a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y
que fuese amor (...). Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era,
evidentemente, una elección. Ya vendría lo que fuera”.
A partir de aquel día fue creciendo en su alma, de forma cada vez más
impetuosa, la necesidad de conocer y tratar más íntimamente a Cristo en la
oración y en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Empezó a
asistir diariamente a la Santa Misa. Decidió hacerse sacerdote: le pareció que
era el mejor camino para estar enteramente disponible a esa Voluntad de Dios que
había intuido en su alma —“un algo que estaba por encima de mí y en mí”—,
y cuyo alcance último desconocía.
¿Y luego? Luego... “ya vendría lo que fuera”.
Habló con su padre. A Don José le costaba la decisión de su hijo, y más en
aquellas circunstancias familiares, —de hecho, fue la única vez que Josemaría
le vio llorar—pero como buen padre cristiano le aconsejó que le planteara su
inquietud a un sacerdote de la ciudad, para cerciorarse de que aquélla era la
Voluntad de Dios. Este sacerdote le confirmó a don José la vocación de
Josemaría. Y a pesar de que aquello les supusiera, desde una perspectiva
puramente humana, lo que suele llamarse "un sacrificio", los padres de
Josemaría secundaron la llamada de Dios con gran sentido sobrenatural.
“Hazme eco —enseñaba san Josemaría—: no es un sacrificio, para los
padres, que Dios les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un
sacrificio seguirle. Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y
santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha
manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda
la eternidad”.
Los años del Seminario
Josemaría
presentía que Dios le estaba preparando para algo... ¿Qué? No lo sabía.
“Acuden a mi pensamiento tantas manifestaciones del Amor de Dios en aquellos años
de mi adolescencia —recordaba—, cuando barruntaba que el Señor quería algo
de mí, algo que no sabía lo que era”. Y empezó a pedir en su oración, cada
vez con más fuerza:
—Señor ¡que vea!
En 1918 comenzó los estudios eclesiásticos en el Seminario de Logroño, como
alumno externo, como solían hacer los seminaristas que vivían en la ciudad; y
dos años después, en 1920, se incorporó al Seminario de San Carlos de
Zaragoza.
El Arzobispo de Zaragoza, Cardenal Soldevila —que fue asesinado poco después
por odio a la fe— advirtió pronto el don de gentes y las cualidades
espirituales y morales del joven Josemaría —un joven responsable, alegre, con
muy buen humor— y en 1922 le confió el cargo de inspector del seminario. En
1923, con permiso de sus superiores, pudo realizar un antiguo deseo de su padre,
y comenzó a estudiar también Derecho en la Universidad Civil de Zaragoza.
El joven seminarista se acercaba todos los días a la cercana Basílica del
Pilar y le confiaba sus afanes y sus inquietudes íntimas a la Virgen: “Y yo,
medio ciego, siempre esperando el porqué. ¿Por qué me hago sacerdote? El Señor
quiere algo; ¿qué es? Y con un latín de baja latinidad (...), repetía: Domine,
ut videam! Ut sit! Ut sit! Que sea
eso que Tú quieres y que yo ignoro. Domina, ut sit!”
Pasaba largos ratos de oración junto al Sagrario en la capilla del Seminario. A
veces, durante toda la noche. “Un día —contaba— pude quedarme en la
iglesia después de cerradas las puertas. Me dirigí hacia la Virgen, con la
complicidad de uno de aquellos buenos sacerdotes ya difunto, subí las pocas
escaleras que tan bien conocen los infanticos y, acercándome, besé la imagen
de nuestra Madre. Sabía que no era ésa la costumbre, que besar el manto se
permitía exclusivamente a los niños y a las autoridades (...). Sin embargo,
estaba y estoy seguro de que a mi Madre del Pilar le dio alegría que me saltara
por una vez los usos establecidos en su catedral”.
El 27 de noviembre de 1924 recibió un aviso inesperado: debía ir rápidamente
a Logroño porque su padre acababa de morir de forma repentina. “Mi padre murió
agotado —recordaba años después—. Tenía una sonrisa en los labios...”
Don José —que tanto le había ayudado con su generosidad y sus consejos— no
estaría presente en la próxima ordenación sacerdotal de su hijo Josemaría,
que conservaría siempre vivo su ejemplo de honradez y su espíritu de
sacrificio. Tras su muerte, Josemaría se convirtió en el cabeza de familia,
con graves problemas económicos por resolver.
El 28 marzo de 1925 Josemaría Escrivá de Balaguer fue ordenado sacerdote en la
capilla del Seminario. El día 30 celebró su primera Misa en la Basílica del
Pilar, en sufragio por el alma de su padre. Sólo estaban presentes su madre,
sus hermanos y algunos amigos. Desde aquel momento la Santa Misa se reafirmó
como el verdadero centro de su vida. A lo largo de su existencia Dios le iría
dando luces decisivas para su misión durante la celebración de la Eucaristía.
“Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz
de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de
culto —prolongación de la Misa que has oído y preparación para la
siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo,
en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...”
Entre
pobres y enfermos
“Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?”
La singular pregunta venía de los labios del joven don Josemaría, sacerdote
recién ordenado, y en su primer destino: Perdiguera, un pueblo cercano a
Zaragoza. Hablaba con el hijo de la familia que lo alojaba, un niño que pasaba
el día pastoreando las cabras y al que, por la noche, le iba enseñando el
catecismo para que pudiera hacer la Primera Comunión. “Un día se me ocurrió
preguntarle, para ver cómo iba asimilando las lecciones:
—Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?
—¿Qué es ser rico?, me contestó.
—Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...
—Y... ¿qué es un banco?
Se lo expliqué de un modo simple, y continué:
—Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy
grandes. Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día... ¿Qué
harías si fueras rico?
Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:
—Me comería ¡cada plato de sopas con vino...!
Todas las ambiciones son eso; no vale la pena nada. Es curioso, no se me ha
olvidado aquello. Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando el
Espíritu Santo. Esto lo hizo la Sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo
de la tierra era eso: bien poca cosa”.
Había llegado a Perdiguera tres días después de su ordenación, para una
sustitución encargada con urgencia. Era un pueblo de 870 habitantes situado a
pocos kilómetros de Zaragoza, que contaba con un hermoso templo de estilo gótico-mudéjar.
Allí se dedicó ejemplarmente a su ministerio sacerdotal: Misa cantada todos
los días, Exposición del Santísimo, confesiones, catecismo... Procuró
conocer lo antes posible a todas las familias del pueblo, interesándose por sus
necesidades y visitando a los enfermos. Aunque pasó poco tiempo en aquella
parroquia, dejó una huella profunda entre las buenas gentes de Perdiguera, que
le recordaron siempre con cariño.
Regresó pronto a Zaragoza, donde ejerció su ministerio y concluyó la carrera
de Derecho con buenas calificaciones.
En 1927, con permiso de su arzobispo, se trasladó a Madrid para los estudios
del doctorado, que en aquel tiempo sólo se podía hacer en la Universidad
Central; y comenzó a dar clases de Derecho romano y canónico en una Academia
para sostener a su familia, que se instaló poco después en aquella ciudad.
Madrid contaba entonces con unos 800.000 habitantes, y a ella acudían, en busca
de mejor fortuna, miles de emigrantes del mundo rural. Muchos acababan, por
falta de trabajo, en un estado de miseria en los barrios de chabolas que
rodeaban sus contornos, formando un gran cinturón de pobreza. En esos barrios
periféricos y en los ambientes más necesitados desarrolló don Josemaría una
gran actividad sacerdotal por medio de su trabajo en el Patronato de Enfermos,
institución benéfica dirigida por las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón
de Jesús.
Caminaba de una parte a otra para administrar los sacramentos a las personas
enfermas y moribundas que las Damas le señalaban. Otras veces eran confesiones
de niños. Recordaba haber preparado para la Primera Comunión a varios miles en
aquellos años. Y no faltaban situaciones humanas, muchas veces dramáticas e
insolubles, pero que se podían suavizar con la caridad y con la doctrina.
Intuía, ciertamente, que el proyecto de Dios para él no estaba tampoco en
aquel apostolado de la caridad. Sin embargo lo realizaba con todo el corazón,
especialmente después de la luz fundacional del 2 de octubre de 1928. En los
pobres, los enfermos, los ignorantes, los desheredados, los niños, encontraba
la fuerza para cumplir el inmenso proyecto que el Señor había puesto aquel día
sobre sus espaldas. Fue la escuela del dolor en la que se templó su alma.
Su entrega sacerdotal manifiesta su modo de entender el sacerdocio, tal y como
lo enseñaría en el futuro a sus hijos sacerdotes. Deseaba que fuesen
sacerdotes al cien por cien, sacerdotes-sacerdotes, cuyo único afán fuera
servir a Dios y a todas las almas, sin distinción: “Servir es el gozo más
grande que puede tener un alma, y es eso lo que tenemos que hacer los
sacerdotes: día y noche al servicio de todos; si no, no se es sacerdote. Debe
amar a los jóvenes y a los viejos, a los pobres y a los ricos, a los enfermos y
a los niños; debe prepararse para decir la Misa; debe recibir a las almas, una
a una, como un pastor conoce a su rebaño y llama por su nombre a cada oveja.
Los sacerdotes no tenemos derechos: a mí me gusta sentirme servidor de todos y
me enorgullece este título”.
Mientras tanto, intuía en su corazón una inquietud divina, un afán de mies,
un deseo cada vez más urgente de llevar el calor del amor de Cristo a todas las
criaturas. Repetía una y otra vez en su alma, cantando a veces, estas palabras
del Evangelio: “Fuego he venido a traer a la tierra. ¿Y qué quiero sino que
arda?”
1928. Fundación del Opus
Dei
El
2 de octubre de 1928 Josemaría Escrivá de Balaguer se encontraba en la Casa
Central de los Paúles de Madrid, participando en unos ejercicios espirituales
junto con otros sacerdotes de la diócesis. Era un día más del otoño madrileño.
Por la mañana, a primera hora, celebró la Santa Misa. Luego, se retiró a su
habitación, donde comenzó a releer las notas en las que había ido
recopilando, durante los últimos años, mociones de Dios: inspiraciones, propósitos
de su oración...
Fue entonces cuando vio, con total claridad, la misión que Dios le encomendaba,
aquello por lo que venía rezando desde su juventud.
Usaba siempre el verbo ver para referirse a aquella inspiración divina
del 2 de octubre, aquella visión intelectual del querer divino, tal como Dios
lo quería y tal como debía ser a lo largo de los siglos.
¿Qué vio? Vio, de modo inefable, a personas de toda raza y nación, de todas
las culturas y mentalidades, buscando y encontrando a Dios en su vida ordinaria,
en su familia, en su trabajo, en su descanso, en el círculo de sus amistades y
conocidos. Personas con el afán de vivir en Cristo, de dejarse transformar por
Él, de luchar por la santidad en medio de sus ocupaciones habituales en el
campo, en la fábrica o en el despacho: en todas las profesiones honradas de la
tierra.
Vio a multitudes aspirando a la santidad. A miles de santos en medio del mundo.
Personas que se esforzarían por santificar su trabajo, por santificarse en su
trabajo y por santificar a los demás con su trabajo; que lucharían por
cristianizar su ambiente con el calor de su cercanía con Cristo; que serían,
entre sus parientes y amigos, Cristo que pasa. Personas con un afán grande por
llevar la fe y el mensaje cristiano a todos los sectores de la sociedad.
Vio a cristianos corrientes que vivirían con plenitud la vocación recibida en
el bautismo. Apóstoles de Cristo, que hablarían de Él con sencillez y
naturalidad, esforzándose por ponerlo en la cumbre de las actividades humanas,
viviendo gozosamente su participación en el sacerdocio de Cristo y ofreciendo a
Dios cada día el sacrificio santificante de su propia existencia.
Vio un camino de santidad y de apostolado para servir a la Iglesia. Eso, que no
tenía nombre aún, era Iglesia y para la Iglesia. La Voluntad de Dios estaba
clara: Dios quería abrir un panorama vocacional en medio de la calle para su
Iglesia, dirigido a personas de todas las edades, estados civiles y condiciones
sociales. Era un nuevo horizonte eclesial que prometía frutos abundantes de
santidad y de apostolado en toda la tierra.
Don Josemaría se arrodilló, emocionado, mientras repicaban las campanas de la
cercana iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles en el día de su fiesta.
“Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor, y nada más. Y
tenía que hacer el Opus Dei”.
Se informó, como medida de prudencia, sobre otras realidades de la Iglesia.
Quizá existiese alguna con las mismas características que Dios le había hecho
ver... Hizo pesquisas; escribió pidiendo información sobre otras iniciativas
eclesiales. Al fin, se rindió ante la evidencia de la originalidad del mensaje
que había recibido; sí: Dios quería que fuese él quien abriera ese nuevo
camino dentro de la Iglesia.
Comenzó a reunir personas —estudiantes, profesionales, sacerdotes— a las
que fue transmitiendo ese ideal, esa misión que Dios le había encomendado. Les
aseguraba que aquello se haría realidad, hablándoles con una fe sin fisuras.
Con tanta fe, que uno de los que le escucharon durante aquel tiempo comentaría
años después:
“Pero, ¿tú crees que eso es posible?— le decía yo.
Y él me contestaba: —Mira, esto no es una invención mía, es una voz de
Dios—.
Y, fiel a esa voz, aquel sacerdote, pobre, humilde, sencillo y desconocido se
entregaba con su alma y con su vida a un empeño gigantesco, alentado sólo por
una fuerza sobrenatural que le impulsaba poderosamente”.
Solicitaba oraciones a todas las personas que conocía, porque se daba cuenta de
la desproporción abismal que mediaba entre la Voluntad de Dios y sus cualidades
personales. Para llevar a cabo su misión —lo sabía bien— debía
identificarse totalmente con la Voluntad divina; no bastaba con que fuera un
sacerdote bueno: debía ser un sacerdote... ¡santo!
Durante ese tiempo estuvo atendiendo espiritualmente a una dama apostólica en
su lecho de muerte. Se llamaba Mercedes Reyna y falleció con fama de santidad.
“Sin haberlo pensado de antemano —escribió en sus Apuntes íntimos—, me
ocurrió pedirle, como lo hice, lo siguiente: Mercedes, pida al Señor, desde el
cielo, que si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, se me lleve joven,
cuanto antes. Después la misma petición he hecho a dos personas seglares
—una señorita y un muchacho—, que todos los días en la Comunión renuevan
ante el buen Jesús esa aspiración”.
Las instituciones católicas de aquella época solían ser femeninas o
masculinas, y el joven fundador pensaba que debía llevar a cabo aquel empeño
de Dios sólo con hombres. Pero el 14 de febrero de 1930 recibió una nueva
gracia interior que le hizo profundizar en la luz fundacional del 2 de octubre y
comprendió, mientras celebraba la Santa Misa, que debía comenzar el apostolado
del Opus Dei también entre las mujeres, labor que sería fecundísima y
trascendental, porque, como diría el fundador, “la mujer está llamada a
llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico,
que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad
incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de
intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad...”
Soñaba con inmensos horizontes de apostolado y evangelización, convencido de
que la Voluntad de Dios se haría realidad, y de que muy pronto miles de
cristianos se esforzarían por poner a Cristo en el corazón de los afanes
humanos. Dios quiso confirmarle en su esperanza, con nuevas y repetidas mociones
interiores. Una de ellas tuvo lugar el 7 de agosto de 1931, cuando celebraba la
Santa Eucaristía:
“Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de
la Voluntad divina: la Obra de Dios. (Propósito que, en este instante, renuevo
también con toda mi alma). Llegó la hora de la Consagración: en el momento de
alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme
—acababa de hacer in mente la ofrenda del Amor Misericordioso—, vino
a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la
Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum (Jn
12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne
timeas!, soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios,
quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de
toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las
cosas.
A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la verdad...,
sin garabato), querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el
mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo
los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su
corona de Rey”.
Los
primeros años
Años 1928, 1929, 1930... San Josemaría tenía que
llevar a cabo aquel querer divino, pero no contaba ni con personas preparadas ni
con medios económicos o mecenazgos para realizarlo. Se apoyaba en la oración y
en la mortificación, y pedía sin cesar a los pobres y enfermos que atendía
que ofrecieran sus dolores por aquella intención.
En agosto de 1930, Isidoro Zorzano, un joven ingeniero nacido en Argentina,
antiguo compañero de estudios de san Josemaría en Logroño, pidió la admisión
en el Opus Dei. Tras él vinieron estudiantes, jóvenes profesionales,
artistas... En 1932 se unieron a su empeño apostólico, entre otras personas,
un joven sacerdote de Asturias, José María Somoano; una mujer cordobesa, María
Ignacia García Escobar; un joven ingeniero, Luis Gordon...
Pero Dios sabe más y quiso llevarse a su lado, en plena juventud, a algunos de
aquellos primeros. En julio de 1932 falleció Somoano, posiblemente envenenado
por los enemigos de la fe. Pocos meses después, en noviembre, falleció Luis
Gordon, tras una rápida enfermedad. San Josemaría comprendió: “Cristo Jesús
ha querido llevarse a los dos mejor preparados, para que no confiemos en nada
terreno, ni siquiera en las virtudes personales de nadie, sino sólo y
exclusivamente en su Providencia amorosísima”.
En 1933 falleció María Ignacia, enferma de gravedad desde hacía años,
ofreciendo su vida por el Opus Dei. San Josemaría se abandonó de nuevo en los
brazos paternales de Dios, adentrándose hasta límites insospechados en el
misterio de amor de la filiación divina. Dos años antes, a mediados de octubre
de 1931, durante un viaje en tranvía, Dios le había concedido una oración
especialmente elevada en la que había experimentado con hondura esta gozosa
realidad. “Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y
en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna
invocación: Abba, Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía (...).
Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de
Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin
sentirlo”.
“Entendí que la filiación divina había de ser una característica
fundamental de nuestra espiritualidad: Abba, Pater! Y que, al vivir la
filiación divina, los hijos míos se encontrarían llenos de alegría y de paz,
protegidos por un muro inexpugnable; que sabrían ser apóstoles de esta alegría,
y sabrían comunicar su paz, también en el sufrimiento propio o ajeno.
Justamente por eso: porque estamos persuadidos de que Dios es nuestro Padre”.
En 1933 contaba ya con un puñado de estudiantes universitarios, a los que
comunicaba sus grandes sueños de apostolado en todo el mundo. Como no tenía
donde reunirlos, les hablaba de Dios paseando por un bulevar o sentados
alrededor de una mesa, en una chocolatería cercana a la Puerta de Alcalá. Les
solía recomendar que leyeran y meditaran libros sobre la Vida y la Pasión de
Nuestro Señor, aconsejándoles lo que escribió en uno de ellos, como
dedicatoria, el 29 de mayo de 1933: “Que busques a Cristo. Que encuentres a
Cristo. Que ames a Cristo”. Y les pedía que le acompañaran en sus visitas a
los enfermos de los hospitales o que explicaran el Catecismo a los niños de las
catequesis que había organizado en las barriadas pobres de Madrid.
Poco a poco, al paso de Dios, fue dando los primeros pasos del Opus Dei. En el
mes de enero de 1933 comenzó un curso para los estudiantes que trataba. Deseaba
explicarles en unas clases o círculos cómo podían vivir la vida cristiana con
el carisma específico del Opus Dei. Les pidió a unas religiosas que dirigían
un asilo que le prestaran una habitación, rezó, se mortificó por aquella
intención, invitó a muchos jóvenes, y al final... se presentaron sólo tres.
“Me vinieron sólo tres —recordaba—. ¡Qué descalabro!: ¿verdad? ¡Pues
no! Me puse muy optimista, muy contento, y me fui al oratorio de las monjas;
expuse a Nuestro Señor en la Custodia y di la bendición a aquellos tres.
Bendije a aquellos tres..., y yo veía trescientos, trescientos mil, treinta
millones, tres mil millones..., blancos, negros, amarillos, de todos los
colores, de todas las combinaciones que el amor humano puede hacer. Y me he
quedado corto (...) porque el Señor ha sido mucho más
generoso”.
Necesitaba contar lo antes posible con una sede donde aquellos jóvenes pudieran
acudir para formarse cristianamente, y tras muchos esfuerzos, puso en marcha la
Academia DYA, una iniciativa civil de clara identidad cristiana, en la que se
daban clases de derecho y arquitectura. Pero las iniciales de la Academia tenían
un significado más profundo: Dios y audacia. Audacia humana y espiritual
necesitaba, desde luego, para llevar adelante aquel empeño apostólico, que le
trajo muchas esperanzas y también muchos quebraderos de cabeza de carácter
económico.
DYA era un centro académico y un lugar de formación para los universitarios
que deseasen avanzar en su trato con Dios o charlar con un sacerdote para que
los acompañase espiritualmente en su lucha cristiana. Allí san Josemaría
recibía, con su habitual buen humor, a los que deseaban hablar con él y les
mostraba la madera lisa y pintada de negro, de la cruz de la pared, diciéndoles:
“Está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú”.
Durante el curso siguiente, 1934-35, decidió dar otro paso: trasladar la
Academia a un edificio más amplio, en la calle Ferraz. Contaría, además, con
una residencia. En aquella nueva sede las posibilidades apostólicas se
multiplicaron, lo mismo que las dificultades económicas, que llegaron a ser muy
grandes. De nuevo, confió en el Señor, puso todos los medios humanos a su
alcance, rezó, hizo rezar a todos los que estaban a su alrededor y la nueva
Academia de Ferraz salió adelante, sin milagrerías, como fruto del trabajo,
del espíritu de sacrificio y del abandono en Dios.
Comenzó a redactar los primeros documentos fundacionales: instrucciones y
cartas extensas en las que iba perfilando, con la mente puesta en las futuras
generaciones, el espíritu y los modos apostólicos
propios del Opus Dei.
En esas cartas se manifiesta su fe y su confianza inmensa en la gracia del Señor,
cuando aún contaba con muy pocas personas y medios para hacer el Opus Dei.
“La Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una
profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice. Cuando
Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa
primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les
comunica las gracias convenientes. Esa convicción sobrenatural de la divinidad
de la empresa acabará por daros un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra,
que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice”.
En 1934 salió a la luz una publicación sencilla, titulada Consideraciones
Espirituales, que se editaría años después, considerablemente ampliada,
con un nuevo título: Camino. Con aquellas páginas deseaba ayudar a los
jóvenes, estudiantes, profesionales y trabajadores que conocía, para que
llevaran una vida cristiana coherente y alcanzaran un trato íntimo con Dios,
profundo y contemplativo.
En julio de 1935 pidió la admisión Álvaro del Portillo, un brillante
estudiante de ingeniería que se convertiría muy pronto en su colaborador más
inmediato. Pero en julio de 1936, cuando ya se habían dado los primeros pasos
para comenzar en Valencia y se proyectaba ir a París, estalló la guerra civil
en el país.
1936-1939. Años de guerra
Se había desatado, además de la guerra
fratricida, una fuerte persecución religiosa, una de las más sangrientas de la
historia de la Iglesia. Como tantos otros sacerdotes, don Josemaría corría
peligro de muerte por su misma condición sacerdotal, y tuvo que ir refugiándose
en diversas casas particulares, entre grandes riesgos e incertidumbres. Delante
de la casa de su madre los milicianos habían ahorcado a un hombre que se le
parecía, confundiéndole con él.
El 30 de agosto de 1936 se encontraba refugiado con Juan Jiménez Vargas, uno de
los primeros miembros del Opus Dei, y otros perseguidos, en la casa de unos
conocidos de la calle Sagasta de Madrid. Uno de ellos no sabía quién era don
Josemaría y recordaba años más tarde lo que les sucedió cuando los soldados
entraron para hacer un registro: “revisaban desde el sótano hasta la
buhardilla... comenzaron a inspeccionar los sótanos y pasaban después a cada
uno de los pisos. Antes de que llegaran al nuestro, por una escalera interior,
nos subimos a una buhardilla, llena de polvo de carbón y de trastos, como todas
las buhardillas, y en la que no nos podíamos poner de pie porque llegábamos
con la cabeza al techo... Hacía un calor insoportable. En un momento oímos cómo
entraban en la buhardilla de al lado para hacer el registro...
—Estando en esta situación se me acerca don Josemaría y me dice:
—Soy sacerdote; estamos en momentos difíciles; si quieres, haz un acto de
contrición y yo te doy la absolución.
Inexplicablemente, tras haber registrado toda la casa, no entraron en aquella
buhardilla. Supuso mucha valentía decirme que era sacerdote ya que yo podía
haberle traicionado y, en caso de que hubieran entrado, podía haber intentado
salvar mi vida, delatándolo”.
En medio de esos riesgos continuó celebrando la Misa cuando era posible y
atendiendo sacerdotalmente a muchas personas, además de los miembros de la Obra
con los que lograba contactar. Predicó incluso retiros espirituales, citando a
los asistentes en sitios imprevistos. Y le llegaron noticias de sacerdotes
amigos suyos que habían sido martirizados.
La guerra había dispersado por diversos puntos de la Península a los fieles
del Opus Dei. Sólo unos pocos quedaron en Madrid, como el fundador, que logró
refugiarse en octubre de 1936 en una clínica para enfermos mentales, haciéndose
pasar por uno de ellos, con la complicidad del director. Estuvo allí hasta el
14 de marzo de 1937, día en que pudo trasladarse a un nuevo refugio: el
Consulado de Honduras, una sede diplomática que garantizaba una relativa —sólo
relativa— seguridad.
El consulado estaba lleno de refugiados, y san Josemaría sufrió nuevas
penalidades, por la falta de espacio y de alimentos. Pero tenía la alegría de
poder celebrar la Santa Misa y de tener consigo a Jesús Sacramentado. Estaban
refugiados con él algunos fieles del Opus Dei. Isidoro Zorzano les mantenía en
contacto con el exterior, porque podía moverse libremente por Madrid gracias a
su documentación como argentino. El fundador les escribía cartas animándoles
en aquellos momentos difíciles: cartas llenas de esperanza, redactadas con su
gracia, su alegría y su buen humor característico.
San Josemaría conocía bien la Ciencia de la Cruz desde su infancia, y los
sorprendentes caminos de Dios, que permitía tantos y tan terribles obstáculos
en aquellos momentos de expansión apostólica. Por eso, no se contentó con
soportar la Cruz que Dios estaba poniendo sobre sus hombros, porque sabía que
en la Cruz es donde Cristo triunfa y donde nos salva. Recibió aquella Cruz con
amor, abrazándose a ella con todas las veras de su alma:
“Al celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, suplicaste al Señor,
con todas las veras de tu alma, que te concediera su gracia para
"exaltar" la Cruz Santa en tus potencias y en tus sentidos... ¡Una
vida nueva! Un resello: para dar firmeza a la autenticidad de tu embajada..., ¡todo
tu ser en la Cruz!”
¿Cuánto tiempo duraría aquella guerra? ¿Qué debía hacer para proseguir la
expansión apostólica? Estuvo meditando largamente sobre este punto, y lo
consultó con los que le seguían. Estaba claro que necesitaba llegar cuanto
antes a la otra zona del país —le dijeron—, donde podría desarrollar con
normalidad su apostolado. Y el único medio para conseguirlo, en aquellos
momentos, era a través de los Pirineos. Y a pie.
El 7 de octubre de 1937 pudo abandonar Madrid, entre grandes incertidumbres,
camino de Barcelona. A mediados de noviembre salió hacia el Pirineo,
emprendiendo una larga expedición clandestina a través de las montañas, junto
con otros fugitivos. Fueron días erizados de penalidades, que se sumaban a
muchos meses de hambres y privaciones.
Durante la marcha, tan arriesgada y azarosa —si los descubrían se exponían a
ser fusilados—, se dio a conocer como sacerdote y celebró la Eucaristía
todas las veces que le fue posible.
“Sobre una roca y arrodillado —escribió durante la travesía uno de los
expedicionarios en su bloc de notas— casi tendido en el suelo, un sacerdote
que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las
iglesias. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído
Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el sacerdote es un
santo”.
El 2 diciembre de 1937 llegaron al Principado de Andorra, donde permanecieron
durante varios días a causa de una fuerte borrasca; y desde allí fueron hasta
Lourdes, para agradecer a la Virgen el feliz desenlace de la travesía.
Recomenzar
Al terminar el
paso de los Pirineos, tras una breve estancia en Pamplona, se estableció en
Burgos, donde alquiló un cuarto en un hotel modesto. Desde allí, en medio de
muchas estrecheces materiales, desarrolló un intenso apostolado, y puso los
medios para entrar en contacto de nuevo con las personas a las que trataba apostólicamente
en Madrid y a las que el conflicto había dispersado. Muchos habían sido
movilizados por uno u otro de los ejércitos en guerra. Hizo largos viajes, a
pesar de sus carencias económicas, en un país devastado, con muchos puentes
derruidos y las vías de comunicación fuertemente dañadas.
Algunos viajaban hasta Burgos para hablar con él, aprovechando breves permisos
militares. San Josemaría les confortaba, abriéndoles grandes horizontes.
“Tenía la costumbre de salir de paseo por la orilla del Arlanzón, mientras
conversaba con ellos, mientras oía sus confidencias, mientras trataba de
orientarles con el consejo oportuno que les confirmara o les abriera horizontes
nuevos de vida interior; y siempre, con la ayuda de Dios, les animaba, les
estimulaba, les encendía en su conducta de cristianos. A veces, nuestras
caminatas llegaban al monasterio de las Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos
a la Catedral.
Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un
auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas
charlas les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para
materializar lo que con repetida frecuencia les había explicado, les comentaba:
¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con
perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra”.
Les hacía soñar con el fecundo servicio a la Iglesia que prestaría el Opus
Dei, cuando el Señor los esparciese por los cinco continentes. Pensaba ya en
personas concretas para comenzar en diversos países. “Hacíamos tú y yo
nuestra oración, cuando caía la tarde. Cerca se escuchaba el rumor del agua.
—Y, en la quietud de la ciudad castellana, oíamos también voces distintas
que hablaban en cien lenguas, gritándonos angustiosamente que aún no conocen a
Cristo. Besaste el Crucifijo, sin recatarte, y le pediste ser apóstol de apóstoles”.
Viajó para hablar de la Obra a muchos obispos, y de ellos todos recibió cariño
y estímulo. Mientras tanto, iba consiguiendo objetos litúrgicos y todo lo que
pudiera servir para recomenzar la labor en Madrid en cuanto fuera posible. Sobre
todo pedía libros, consciente de que había que llevar a Cristo los diversos
campos del saber, del arte y la cultura.
Y predicó con el ejemplo. Había perdido, a causa de los azares de la guerra,
todo el material que había preparado para su tesis doctoral. Pero no se
desalentó: inició una nueva tesis, con un tema distinto. Al mismo tiempo
mantenía una amplia correspondencia con las personas del Opus Dei, con los que
habían participado en sus apostolados, con amigos y conocidos. Cartas llenas de
esperanza cristiana, donde les transmitía su optimismo y su afecto paternal.
Pero, ¿hasta cuándo iba a durar aquella espera? San Josemaría la condimentaba
con mortificaciones y penitencias muy severas, los ayunos y con su decisión de
abandonar en el Señor toda preocupación económica. Los escasos ingresos que
entre todos podían reunir no alcanzaban ni para sobrevivir.
Al fin pudo regresar a Madrid el 28 de marzo de 1939. Descubrió que la
residencia DYA, que había puesto en marcha con tantos sacrificios, estaba
completamente en ruinas. Conmovido, encontró entre los escombros una cartela
que se había salvado de las rapiñas y bombardeos, en la que había hecho poner
las palabras del Mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como yo os he
amado”.
Recomenzó, con esperanza y espíritu de sacrificio, una nueva residencia, a la
que se trasladó con su madre y sus hermanos. Doña Dolores y Carmen Escrivá se
ocuparon de la administración doméstica y a ellas se debe, en muy buena parte,
el ambiente familiar, el calor de hogar que tienen los centros del Opus Dei. En
junio predicó un curso de retiro para estudiantes cerca de Valencia, que supuso
un gran impulso para la labor de la Obra en aquella ciudad. Y en Valencia, en el
mes de septiembre, se editó Camino. Fueron llegando muchas personas que
deseaban entregarse a Dios por entero en el Opus Dei, viviendo su vocación
cristiana en el ámbito familiar o en el celibato apostólico. Continuó la
expansión por otras ciudades españolas. Deseaba comenzar lo antes posible en
nuevos países; pero la difícil situación europea, que presagiaba la II Guerra
Mundial, le obligó, de nuevo, a retrasar la expansión apostólica.
Al
servicio de los sacerdotes
“Yo comencé a dar muchos, muchos cursos de retiro
espiritual —se hacían de siete días en aquella época—, por diversas diócesis
de España. Era muy joven, y me daba una vergüenza tremenda. Comenzaba siempre
diciendo al Señor: Tú verás lo que dices a tus curas, porque yo... ¡Avergonzadísimo!
Y después, si no venían, los llamaba uno por uno. Porque no tenían costumbre
de hablar con el predicador”.
A comienzos de los años cuarenta, muchos obispos pidieron a san Josemaría que
predicara al clero de sus respectivas diócesis, que se iban recomponiendo poco
a poco tras los daños de la persecución religiosa y de la confrontación bélica.
Era necesario fortalecer la vida espiritual de los sacerdotes y los seminaristas
y prepararles para la nueva etapa que comenzaba.
El joven fundador era conocido como un santo sacerdote y un buen predicador, y
miles de sacerdotes pudieron escuchar, en los numerosos ejercicios espirituales
que dirigió, su palabra encendida en amor a Cristo. Su predicación consistía
sustancialmente en su oración personal, hecha en voz alta; una oración
vibrante, que transmitía de forma vigorosa y alentadora su amor al Señor. El
punto de partida podía ser la gracia, el pecado o los sacramentos; pero el
punto de llegada era siempre el mismo: Cristo; Cristo que nos ama con amor
infinito, Cristo que nos busca para que nos unamos íntimamente a Él, para que
vivamos en Él y con Él.
En 1941 tuvo que viajar a Lérida para predicar unos ejercicios espirituales a
los sacerdotes de la diócesis. Había tenido que dejar en Madrid a su madre
algo enferma; pero los médicos le habían tranquilizado; no parecía nada grave
y en pocos días estaría repuesta.
Al despedirse de ella le había pedido que ofreciera las molestias de su
enfermedad por los frutos de los ejercicios que iba a predicar. Doña Dolores
asintió, y al despedirse, se le escapó un suspiro:
—¡Este hijo...!
Se había quedado preocupado por ella; pero hizo lo que acostumbraba:
abandonarse en las manos de Dios. “Señor —oró junto al Sagrario, al llegar
a Lérida—, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus
sacerdotes”.
Dos días después predicó acerca de la labor sobrenatural, inigualable, de la
madre del sacerdote junto a su hijo. “Y se me ocurrió decir: "Las madres
de los sacerdotes —yo estaba con la pena de mi madre— se debían morir sólo
al día siguiente de que muriese su hijo". En aquel momento vinieron a
llamar al Obispo; se marchó, y yo acabé”.
Al finalizar, se quedó rezando en la capilla. Alguien le avisó por detrás:
era el Obispo que regresaba con la cara demudada. Álvaro del Portillo le
llamaba desde Madrid. Se puso al teléfono: su madre había fallecido.
Volvió de nuevo a la capilla. Hizo junto al Sagrario un acto pleno y rendido de
aceptación de la Voluntad de Dios. “Siempre he pensado —decía años después—
que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi cariño a
los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo
por esta labor”.
San Josemaría ejercía su ministerio y su trabajo
sacerdotal en profunda comunión con los pastores de la Iglesia, los obispos. Su
prelado, el obispo de Madrid, monseñor Leopoldo Eijo y Garay —que había
comprendido la naturaleza y la misión del Opus Dei, y que agradecía a Dios
haber alentado su desarrollo desde los comienzos—, le tenía en gran afecto y
estima, y le trataba con mucha confianza. De igual modo, los prelados de las
numerosas diócesis a cuyo clero atendía —y que participaban a veces en los
Retiros que predicaba—, bendecían y apreciaban hondamente el apostolado que
llevaba a cabo con todo tipo de personas.
Pero no faltaron incomprensiones y equívocos por parte de algunos eclesiásticos.
Cayó sobre su persona y su misión una tormenta de falsedades, calumnias y
maledicencias. San Josemaría sufría y perdonaba.
Al ver la situación, don Leopoldo se preocupó seriamente y en 1941 quiso dar
una aprobación diocesana con la esperanza de poner fin a aquellas habladurías.
Y alentaba al fundador en aquel trance, recordándole algunos pasajes del
Evangelio.
Contaba san Josemaría: “Una noche, estando ya acostado y empezando a
conciliar el sueño —cuando dormía, dormía muy bien; no he perdido el sueño
jamás por las calumnias y trapisondas de aquellos tiempos—, sonó el teléfono.
Me puse y oí: Josemaría... Era don Leopoldo, entonces Obispo de Madrid. Tenía
una voz muy cálida. (...) ¿Qué hay?, le respondí. Y me dijo: ecce Satanas
expetivit vos ut cribraret sicut triticum. Os removerá, os zarandeará,
como se zarandea el trigo para cribarlo. Luego añadió: yo rezo por vosotros...
Et tu... confirma filios tuos! Tú, confirma a tus hijos. Y colgó”.
Muchos de los ataques se dirigían contra su persona. Pero san Josemaría vivía
desprendido de sí: sólo deseaba servir a Dios, cumplir su misión. Por eso,
una noche de 1942 se arrodilló frente al Sagrario y le dijo al Señor:
—“Si tú no quieres mi honra, yo, ¿para qué la quiero?”
Durante esos años, a medida que aumentaba el número
de fieles del Opus Dei, aumentaba también la necesidad de asistirles
sacerdotalmente. El fundador sabía que los sacerdotes del Opus Dei debían
provenir de los fieles laicos; pero no acababa de encontrar una vía que
permitiese resolver el problema jurídico del título de ordenación de los
futuros sacerdotes.
Como otras veces, Dios le mostró la solución durante la Eucaristía. En la mañana
del 14 de febrero de 1943, mientras celebraba la Santa Misa en un centro del
Opus Dei, el Señor le hizo ver la solución clara y precisa. Al terminar la
Misa, dibujó el sello del Opus Dei —la Cruz en el mundo— y comenzó a
hablar de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
Hacía algún tiempo que tres de los primeros fieles del Opus Dei —ingenieros
los tres— se estaban preparando para recibir la ordenación sacerdotal, y el
25 de junio de 1944 el obispo de Madrid los ordenó sacerdotes. El fundador no
quiso estar presente en la ceremonia, para evitar cualquier protagonismo.
Permaneció en casa, unido al Señor en la oración. Como pondría por escrito años
después: “ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca”.
Pero en el alma de san Josemaría siguió latiendo, durante años, una inquietud
sobrenatural: ¿y los sacerdotes diocesanos? ¿Cómo podrían formar parte del
Opus Dei? De nuevo se planteaban problemas de carácter canónico difíciles de
resolver.
Su amor y su anhelo por servir a sus hermanos sacerdotes era tan fuerte y las
dificultades jurídicas parecían tan insuperables en aquel tiempo, que en torno
al año 1950 pensó iniciar una nueva fundación, que prestase a los sacerdotes
una adecuada asistencia espiritual.
Pero no fue necesario. El Señor le inspiró de nuevo: también los sacerdotes
diocesanos podían incorporarse a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz,
manteniendo su dependencia exclusiva del Obispo de la diócesis en la que
estuvieran incardinados.
1946. Roma
Había
anochecido. San Josemaría se asomó a la terraza de aquel ático de la Piazza
della Città Leonina, donde se había alojado con algunos miembros del Opus
Dei. Estaba, al fin, en Roma. Allí, enfrente, a muy pocos metros de distancia,
se alzaba el Palacio Apostólico con los apartamentos del Papa. Tras las
ventanas iluminadas parecía entreverse la silueta de Pío XII. El fundador
quiso pasar su primera noche romana entera en oración, rezando por el Vicario
de Cristo.
Se agolparon en su corazón muchos recuerdos entrañables. Años antes, en
Madrid, en tiempos de Pío XI, cuando daba largas caminatas de una parte a otra
de la ciudad para atender enfermos, rezaba el rosario y al final se imaginaba
que recibía la Comunión de manos del Santo Padre. Cristo, María y el Papa
eran los grandes amores de su vida. Y ahora, por fin, estaba allí, muy cerca
del Vice-Cristo, en aquella noche del 23 al 24 de junio de 1946.
Pasaron las horas. Y las primeras luces del amanecer romano le encontraron
rezando.
Estaba en Roma por una razón primordial: el Opus Dei necesitaba una aprobación
pontificia que garantizase la secularidad de sus fieles, la unidad y la
universalidad de sus apostolados en todas las diócesis del mundo; pero no existía
en el derecho canónico una forma adecuada para este nuevo fenómeno pastoral.
Álvaro del Portillo ya había estado dos veces en la Ciudad Eterna, buscando
posibles soluciones. Sin embargo, el problema seguía sin resolverse. El Opus
Dei —le comentaron— había llegado a la Iglesia con cien años de anticipación.
Don Álvaro escribió al fundador diciéndole que se necesitaba su presencia en
Roma.
En aquellos momentos san Josemaría se encontraba gravemente enfermo de
diabetes. “Los médicos afirman —decía— que puedo morirme en cualquier
momento... Cuando me acuesto, no sé si me levantaré. Y cuando me levanto por
la mañana, no sé si llegaré al final del día”. Le atendía un conocido
especialista, que le dijo que no respondía de su vida si emprendía aquel
viaje.
Pero debía partir. Viajó hasta Barcelona, donde se embarcó en el J. J.
Sister, junto con un joven historiador del Derecho, José Orlandis, que
recuerda su serenidad durante la terrible tormenta que zarandeó el barco
durante veinte horas y los puso en peligro de naufragio. Todos, desde el capitán
al último pasajero, pasaron momentos de angustia y desasosiego. San Josemaría,
a pesar de su grave enfermedad, no perdió la paz ni su proverbial buen humor:
“¡Está visto —decía— que al diablo no le hace ninguna gracia que
lleguemos a Roma!”
Tenía razón don Álvaro: la presencia del fundador en Roma agilizó el largo
proceso de aprobación. San Josemaría recordaría muchas veces, agradecido, que
las primeras palabras de ánimo y de afecto que escuchó salieron de labios del
futuro Pablo VI, entonces monseñor Montini. Pío XII, que ya conocía a algunos
miembros del Opus Dei, recibió pocos días después en audiencia a san Josemaría,
y quedó impresionado por su figura. Le dijo al Cardenal Gilroy:
—Es un verdadero santo, un hombre enviado por Dios para nuestro tiempo.
Pío XII dio al Opus Dei la aprobación pontificia definitiva en 1950. Fue el
marco jurídico que se necesitaba en aquellos momentos para trabajar apostólicamente
con un mínimo de estabilidad, aunque ese marco no se correspondiese con el
carisma fundacional.
Muchos cardenales, obispos y prelados conversaron con el fundador en el pequeño
apartamento de Città Leonina.
El sucesor de Pío XII, el beato Juan XXIII, había conocido el espíritu del
Opus Dei en 1950, durante su estancia en unos centros universitarios en Santiago
de Compostela y Zaragoza; y su sucesor en la Sede de Pedro, Pablo VI, tuvo también
numerosas manifestaciones de afecto con el Opus Dei: “Contemplamos con
satisfacción paternal —decía el Papa en 1964— todo lo que el Opus Dei ha
realizado y realiza por el Reino de Dios; el deseo de hacer el bien que lo guía;
el amor ferviente a la Iglesia y a su Cabeza visible, que lo distingue; su celo
ardiente por las almas que lo impulsa hacia los arduos y difíciles caminos del
apostolado de presencia y testimonio en todos los sectores de la vida contemporánea”.
Al pasar los años, san Josemaría decía a los miembros del Opus Dei, lleno de
agradecimiento a Dios: “Cuando vosotros seáis viejos y yo haya rendido
cuentas a Dios, vosotros diréis a vuestros hermanos cómo el Padre amaba al
Papa con todas su fuerzas”.
Alegrías,
dolores, esperanzas
Desde los comienzos de su labor apostólica, san
Josemaría resaltó la dignidad del matrimonio y recordó con vigor que el
matrimonio es una vocación divina y una llamada a la santidad. Había escrito
en el n. 27 de Camino:
“¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"?
—Pues la tienes: así, vocación. Encomiéndate a San Rafael, para que te
conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías”.
“El matrimonio no es, para un cristiano —precisaba en Es Cristo que pasa—
una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades
humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y
en la Iglesia, dice San Pablo y, a la vez e inseparablemente, contrato que un
hombre y una mujer hacen para siempre, porque —queramos o no— el matrimonio
instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción
de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle,
transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra. Los
casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión”.
Experimentó una gran alegría cuando, durante los años cincuenta, se encontró
el camino jurídico para que las personas casadas formaran parte del Opus Dei; y
en cuanto pudo organizó un retiro espiritual en Molinoviejo, una casa de
retiros cercana a Segovia, en el que participaron muchas personas que deseaban
entregarse plenamente a Dios, en el matrimonio.
El Señor permitió que sufriera graves contradicciones durante esos años, que
san Josemaría resolvía acudiendo a la gracia de Dios y a la protección
maternal de la Virgen. Sabía que el Señor escribe recto sobre renglones
torcidos y que se serviría de aquello para difundir el Opus Dei por toda la
tierra.
“¿Sabéis por qué la Obra se ha desarrollado tanto? Porque han hecho con
ella como con un saco de trigo: le han dado golpes, le han maltratado, pero la
semilla es tan pequeña que no se ha roto; al contrario, se ha esparcido a los
cuatro vientos, ha caído en todas las encrucijadas humanas donde hay corazones
hambrientos de Verdad, bien dispuestos, y ahora tenemos tantas vocaciones, y
somos como una familia numerosísima, y hay millones de almas que admiran y aman
a la Obra, porque ven en ella una señal de la presencia de Dios entre los
hombres, porque advierten esa misericordia divina que no se agota”.
Reaccionaba
ante las incomprensiones con sentido de la caridad y de la justicia, con amor a
la verdad y corazón grande. Esto era lo que aconsejaba ante circunstancias
similares, que se presentan, en mayor o menor medida, en la vida de todos los
hombres:
—“No juzgues a los demás;
—no ofendas ni siquiera con la duda;
—ahoga el mal en abundancia de bien;
—siembra lealtad, justicia y paz;
—pasa por alto las interpretaciones torcidas;
—habla cuando pienses en conciencia que debes hablar;
—perdona, siempre, pronto, y todo con la sonrisa en los labios;
—y deja todo en manos de nuestro Padre Dios”.
Como cuentan con detalle las biografías del fundador, siempre que se encontraba
con graves dificultades, acudía a la intercesión de la Madre de Dios. Una
fecha importante para la historia del Opus Dei fue el 15 de agosto de 1951,
fiesta de la Asunción. Ese día el fundador consagró en Loreto el Opus Dei al
Dulcísimo Corazón de María, suplicando a la Madre de Dios que conservase
firme y seguro el camino del Opus Dei.
Renovó esa consagración a Nuestra Señora en diferentes santuarios marianos
del mundo: Lourdes, Fátima, el Pilar, Einsiedeln, Willesden, Pompei, Guadalupe,
en la Medalla Milagrosa de París... “Nuestro Opus Dei nació —le gustaba
recordar— y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra Señora. Por eso son
tantas las costumbres marianas, que empapan la vida diaria de los hijos de Dios
en esta Obra de Dios”.
El recurso a los medios sobrenaturales fue una constante en su vida. Por
ejemplo, en 1951 decidió consagrar las familias de los miembros del Opus Dei a
la Sagrada Familia de Nazaret, a raíz de la incomprensión que existía entre
algunos padres de familia de Roma acerca de la entrega a Dios de sus hijos.
La
expansión apostólica
La
diabetes era causa de fortísimos sufrimientos para el Padre. Vivía con un
constante dolor de cabeza, tenía mucha sed, sobrepeso y otras disfunciones
caprichosas propias de esa enfermedad. Cada día tenía que inyectarse altas
dosis de insulina. Pero no perdía su talante alegre. Y bromeaba sobre su exceso
de azúcar en la sangre:
“Deberían llamarme Pater dulcissimus”.
Abril de 1954. San Josemaría residía ya desde hacía años en Villa Tevere, la
Sede Central del Opus Dei, en viale Bruno Buozzi, y la diabetes que sufría
se había agudizado. Todas las semanas se le hacían análisis y cada vez el
resultado era más negativo, a pesar del régimen alimenticio tan riguroso que
observaba y de la alta dosis de insulina que se le aplicaba diariamente. El 27
de abril, siguiendo las instrucciones del médico, Álvaro del Portillo le puso
una inyección de insulina. A continuación bajaron al comedor.
De repente, sentado ya en la mesa, sufrió un shock y le pidió inmediatamente
la absolución a don Álvaro.
—Álvaro, dame la absolución.
—Pero, Padre, ¿qué dice? —preguntó don Álvaro, sin comprender qué
pasaba.
—¡La absolución!
Como don Álvaro no entendía, san Josemaría comenzó a decir la fórmula de la
absolución —ego te absolvo...— y se desvaneció.
Era un shock anafiláctico. Tras darle la absolución, don Álvaro intentó
que tomara algo de azúcar y avisó rápidamente al médico. Cuando éste llegó
ya empezaba a recobrarse, aunque se había quedado ciego. Pero esta ceguera le
duró sólo algunas horas. Luego, quedó completamente curado. Le quedaron
algunas secuelas de la enfermedad que había sufrido durante diez años, pero ya
no era diabético. Había sido una caricia de su Madre la Virgen en el día de
la fiesta de Montserrat.
En la sede de Roma, en viale Bruno Buozzi —también una compra sin
recursos, confiando en la providencia de Dios y con el estímulo de varias
personalidades de la Santa Sede—, se vivía en medio de obras. Al principio se
tuvieron que instalar en el pequeño edificio de la portería, que llamaban
‘Il pensionato’ y en el que no había ni camas. Ahora el proyecto de la casa
iba tomando forma. Una casa, decía el fundador, no lujosa pero sí duradera,
precisamente por amor a la pobreza: Villa Tevere.
En 1946 algunos fieles del Opus Dei comenzaron la
labor apostólica en Portugal, Italia y Gran Bretaña. En 1947 fueron a Francia
e Irlanda. En 1949 y 1950, a Estados Unidos, México, Chile y Argentina; en
1951, a Venezuela y Colombia; en 1952, a Alemania; en 1953, a Perú y Guatemala;
en 1954, a Ecuador; en 1956, a Uruguay; en 1957, a Brasil... Y mientras tanto se
había ido comenzando en Austria, Canadá, Kenia, Japón...
La Obra arraigaba bien en esos lugares tan diversos,
como una demostración de que era cosa de Dios. Y llegaba gente de todas partes,
que provenía de ambientes culturales y sociales muy diversos. Surgía la
necesidad de proporcionar una formación más eficaz. Así, en 1948, aunque en
condiciones de habitabilidad muy precarias, erigió el Colegio Romano de la
Santa Cruz y el 12 de diciembre de 1953 erigió el Colegio Romano de Santa María,
donde se formarían a partir de entonces cientos de personas, en el corazón de
la Iglesia y del Opus Dei.
Se cumplió también durante ese período otro deseo de san Josemaría; la
posibilidad de contar entre los cooperadores del Opus Dei con personas no católicas,
incluso no creyentes. “El Opus Dei, desde que se fundó —decía en una
entrevista—, no ha hecho nunca discriminaciones: trabaja y convive con todos,
porque ve en cada persona un alma a la que hay que respetar y amar. No son sólo
palabras; nuestra Obra (...), con la autorización de la Santa Sede, admite como
Cooperadores a los no católicos, cristianos o no”. Así que san Josemaría
podía decir -bromeando pero con mucho respeto- a Juan XXIII: “Yo no he
aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad”, porque los no católicos e,
incluso los no cristianos podían ser cooperadores de la Obra antes de su
pontificado.
Cuando los hombres y las mujeres marchaban para comenzar la labor apostólica en
un nuevo país, el fundador les transmitía su fe, su confianza en la
Providencia, y les alentaba con solicitud paternal. En muchos casos pudo
preparar el terreno apostólico personalmente, a costa de realizar largos
viajes, en los que daba a conocer a las autoridades eclesiásticas el espíritu
del Opus Dei, antes de que llegaran los primeros fieles a ejercer su profesión
en aquel nuevo país.
En 1945 Sor Lucia, la vidente de Fátima, le pidió que el Opus Dei comenzase lo
antes posible en Portugal. En 1949 el Cardenal Faulhaber recibió calurosamente
a san Josemaría en Baviera, y le solicitó los comienzos de la labor apostólica
en tierras de Alemania.
El fundador recorrió numerosas ciudades europeas preparando esa labor: Zürich,
Basilea, Bonn, Colonia, París, Amsterdam, Lovaina... Estuvo en Viena, cuando se
veía todavía por las calles a las fuerzas militares de la antigua URSS.
En
la capital de Austria comenzó a rezar por aquellos países de la llamada
entonces Europa Oriental, que habían quedado bajo el poder comunista tras la
segunda guerra mundial, con una jaculatoria que repetiría miles de veces en su
vida: Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva!, ¡Santa María,
Estrella del Oriente, ayuda a tus hijos! Viajaba en un coche nada cómodo y las
carreteras estaban en mal estado por el reciente conflicto bélico, pero
alegraba el viaje a sus acompañantes entonando canciones y con su amable
conversación. Con frecuencia dirigía la meditación en el coche, comentando
las palabras del Señor: Yo os he elegido para que vayáis y deis fruto y
vuestro fruto permanezca.
No faltaba nunca, durante esos viajes apostólicos, una visita a los santuarios
marianos más conocidos. Estuvo también durante esos años —finales de los
cincuenta, comienzos de los sesenta— en Inglaterra, donde conoció sus famosas
ciudades universitarias. Escribía, esperanzado, en sus cartas: “Si nos ayudáis,
vamos a trabajar firme en esta encrucijada del mundo: rezad y ofreced, con alegría,
pequeñas mortificaciones”.
En agosto de 1958, cuando caminaba por las calles de Londres, al ver aquel
ambiente cosmopolita, con personas provenientes de naciones tan diversas, con
instituciones consolidadas desde hacía muchos siglos, se preguntó cómo podía
llevar a tantos países el espíritu del Opus Dei, una realidad eclesial aún
tan joven. Y experimentó vivamente el peso de su personal debilidad.
—Yo no puedo, Señor, yo no puedo —exclamó en su oración.
—Tú no puedes —le hizo comprender el Señor en el fondo del alma— pero yo
sí.
En Roma su vida discurría de forma ordenada —era ordenado por temperamento y
se esforzaba por cultivar esa virtud, por amor a Dios y caridad con los demás—:
rezaba, trabajaba en las tareas de dirección y de impulso apostólico del Opus
Dei, y recibía a muchas personas que deseaban verle —unas del Opus Dei y
otras no—, a las que procuraba acercar al Señor.
Se levantaba temprano. Hacía media hora de oración mental junto a un grupo de
hombres del Opus Dei que vivían en Villa Tevere, en la Sede Central. Luego,
celebraba la Santa Misa con gran unción: el sacrificio eucarístico era el
centro y la raíz de sus afanes de cada día y de su vida entera. Tras el
desayuno, sencillo y frugal, daba una ojeada a la prensa. Habitualmente, siempre
había una noticia que le llevaba a unirse íntimamente con Dios en oración,
para reparar, para dar gracias o para encomendar a las personas de aquel suceso.
A continuación, trabajaba junto con Álvaro del Portillo, entonces Secretario
General del Opus Dei, en diversas cuestiones: planes apostólicos y de formación
cristiana, iniciativas de servicio a la Iglesia, respuestas a cartas que le
llegaban de todo el mundo.
Luego venían las visitas, y tras la comida, tenía un rato de tertulia familiar
con sus colaboradores. Al terminar regresaba al trabajo, a la oración, al rezo
del Rosario, a la preparación de diversos escritos, viendo almas detrás de
aquellos documentos y papeles.
De cien almas nos interesan las
cien
San Josemaría había visto, en la luz fundacional del
2 de octubre, que el Opus Dei se dirigía a todo tipo de personas. “De cien
almas nos interesan las cien”, enseñaba. Las primeras personas que le
siguieron tenían profesiones muy variadas: estudiantes, obreros, artistas...
“En todos los sitios donde una persona honrada puede vivir, ¡ahí! tenemos
nosotros aire para respirar; ¡ahí! debemos estar con nuestra alegría, con
nuestra paz interior, con nuestro afán de llevar las almas a Cristo. ¿En qué
sitios? ¿Donde están los intelectuales?, donde están los intelectuales. ¿Donde
están los trabajadores que trabajan cosas manuales?, donde están los
trabajadores que trabajan cosas manuales. ¿Y cuál es mejor, de esos trabajos?
Y os lo diré como todos los días os he dicho: es mejor aquel trabajo que se
hace con más amor de Dios. Y vosotros, cuando hacéis vuestro trabajo y ayudáis
a vuestro amigo, a vuestro colega, a vuestro vecino, de manera que no lo note,
le estáis curando, sois Cristo que sana, sois Cristo que convive, sin hacer
ascos”.
“Hemos de procurar que, en todas las actividades intelectuales, haya personas
rectas, de auténtica conciencia cristiana, de vida coherente, que empleen las
armas de la ciencia en servicio de la humanidad y de la Iglesia”.
Ésa es, por Providencia divina, la realidad actual del Opus Dei, formado por
miles de mujeres y hombres de las más diversas profesiones, culturas y
mentalidades. No olvidaba sin embargo que, para llegar a esos cien —es decir,
para llevar el mensaje de Cristo a toda la comunidad humana—, hay que valorar
la influencia que tienen los hombres que conforman en cada momento la cultura de
la sociedad: intelectuales, profesores, investigadores, comunicadores,
artistas... Los comparó alguna vez con las nieves que coronan las cimas de las
montañas, porque deseaba que al recibir el calor de Cristo, esas nieves
vivificaran los valles y la sociedad entera.
Animado por su afán de llevar a Cristo a todas las almas, impulsó con especial
vigor apostólico muchas iniciativas relacionadas con el mundo intelectual: veía
en ellas su gran incidencia en toda la sociedad.
Mantuvo siempre, desde sus primeros años como estudiante de Derecho en
Zaragoza, su relación con la Universidad; y animaba a los universitarios a
estudiar con rigor, con un profundo sentido de su responsabilidad social; y a
profundizar con humildad y con ese mismo rigor intelectual en las verdades de la
fe cristiana.
En 1952, tras muchos años de oración por aquella iniciativa, fundó la
Universidad de Navarra. Deseaba que fuera un centro de ciencia, de investigación,
de cultura humanística vivificada por la luz de la fe, sin supuestas
incompatibilidades. “Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar
una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia
humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y
aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema.
Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su
imagen y semejanza, y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la
inteligencia debe —aunque sea con un duro trabajo— desentrañar el sentido
divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe,
percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación
al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque
cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad”.
En 1967, celebró la Santa Misa en el campus de esa
Universidad, y aclaró este aspecto: “Las obras que (...) promueve el Opus
Dei, tienen esas características eminentemente seculares: no son obras eclesiásticas.
No gozan de ninguna representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la
Iglesia. Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por
ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas
con el amor de Cristo”.
También nació en 1969, gracias a su constante aliento apostólico, la
Universidad de Piura, en Perú. Y a partir de entonces han ido surgiendo
iniciativas universitarias muy variadas en todo el mundo, abiertas a todos, con
un profundo afán de servicio a la sociedad y de iluminar todas las realidades
humanas con la luz del Evangelio.
Fueron naciendo también en diversos países del mundo, gracias a su inspiración
cristiana, colegios, liceos e instituciones escolares de muy diverso tipo, en
los que está muy presente el esfuerzo por conjugar una buena formación
intelectual con una ayuda personalizada a cada alumno en el desarrollo de las
virtudes. En estas escuelas y colegios los padres tienen una función decisiva,
como primeros educadores.
Con el mismo espíritu han nacido en todo el mundo las más variadas labores:
escuelas agrarias para la formación de profesionales del medio rural; centros
de formación técnica y profesional, iniciativas especializadas para el
desarrollo de la mujer, dispensarios en zonas necesitadas, clínicas...
El
Concilio Vaticano II
El
25 de enero de 1959 el nuevo Papa Juan XXIII, que había subido a la Sede de
Pedro tres meses antes, sorprendió al mundo con la convocatoria de un Concilio.
Al conocer la noticia, el fundador del Opus Dei manifestó su alegría y
esperanza, y comenzó a rezar y a pedir oraciones “por el feliz éxito de esa
gran iniciativa que es el Concilio Ecuménico”.
Algunos miembros del Opus Dei participaron activamente en los trabajos
conciliares, entre ellos, monseñor Álvaro del Portillo. Durante las diversas
sesiones de aquella magna asamblea eclesial, que supuso una nueva
Pentecostés para la Iglesia, muchos Padres conciliares conversaron con el
fundador, para conocer su parecer sobre algunas de las cuestiones que se
trataban en el Aula.
Cuando se publicaron los documentos conciliares, san Josemaría se llenó de
gozo. “Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio
Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin
jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el
Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha
confirmado lo que —por la gracia de Dios— veníamos viviendo y enseñando
desde hace tantos años. La principal característica del Opus Dei no son unas técnicas
o métodos de apostolado, ni unas estructuras determinadas, sino un espíritu
que lleva precisamente a santificar el trabajo”.
Resulta fácil imaginar su agradecimiento al Señor al leer estas afirmaciones
de la Constitución dogmática Lumen gentium: “Todos los fieles, de
cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y
a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun
en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano”.
Desde 1928 la llamada universal a la santidad había ocupado un lugar central en
sus enseñanzas. “La santidad no es cosa para privilegiados —afirmaba en
1930—: que a todos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén
donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su
oficio”. También había recordado con particular insistencia desde los
comienzos que todos los fieles cristianos tienen "alma sacerdotal" y
participan del sacerdocio de Cristo.
Escribía el 11 de marzo de 1940 a los miembros del Opus Dei: “Con alma
sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior,
buscamos estar con Jesús, entre Dios y los hombres”.
Por ese conjunto de razones san Josemaría experimentó una profunda alegría al
leer, en el decreto Presbyterorum ordinis: “El Señor Jesús (...) hizo
partícipe a todo su Cuerpo Místico de la unción del Espíritu con que Él está
ungido: pues en Él todos los fieles se constituyen en sacerdocio santo y real,
ofrecen a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales y anuncian el
poder de quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable. No hay, pues,
miembro alguno que no tenga su cometido en la misión de todo el Cuerpo, sino
que cada uno debe glorificar a Jesús en su corazón y dar testimonio de Él con
espíritu de profecía”.
El Concilio recordaba que todos los fieles están llamados, por su consagración
bautismal, a realizar un intenso apostolado, “porque la vocación cristiana,
por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado”.
Durante su pontificado, el beato Juan XXIII había confiado al Opus Dei la
puesta en marcha de una labor apostólica en el Tiburtino, entonces un suburbio
de Roma muy desfavorecido que sufría carencias de todo tipo. Pocos años después,
el 21 de noviembre de 1965, Pablo VI inauguró el Centro ELIS, dirigido a la
promoción profesional de los jóvenes obreros de la zona, que era una de las
concreciones de aquella labor encomendada por el Papa.
Pablo VI llegó acompañado por varios Padres Conciliares. En el ELIS le
esperaban el fundador y una multitud de personas del barrio. Al ver a aquellas
gentes, y aquel sueño apostólico hecho realidad, el Papa se fundió en un
largo abrazo con san Josemaría, diciéndole:
—Aquí todo, todo es Opus Dei.
Comentaba el fundador al día siguiente: “Estaba ayer muy emocionado; me he
emocionado siempre: con Pío XII, con Juan XXIII y con Pablo VI, porque tengo
fe”.
El 22 de diciembre de 1971 le enseñaron a san Josemaría una antigua
imagen de Nuestra Señora. Era una talla grande, casi de tamaño natural, muy
hermosa pero muy mal conservada. El fundador se apenó al verla en aquel estado,
y comenzó a rezar ante la imagen, con palabras llenas de cariño.
¿De qué templo la habrían quitado? ¿Por qué aquel abandono y aquella
desidia? A san Josemaría le dolió profundamente aquella falta de delicadeza
filial con una imagen de la Madre de Dios. Quiso que la restauraran y que,
mientras tanto, la colocaran en un lugar adecuado donde tuviese siempre a sus
pies flores frescas. Quería desagraviar a la Señora con esos detalles de amor
por las múltiples ofensas que hacían a su Hijo durante aquellos años, en los
que tantos hombres, y entre ellos tantos católicos, atravesaban una gran crisis
de fe: confesonarios vacíos, sagrarios olvidados, desobediencias a los pastores
de la Iglesia, ataques al misterio cristiano, burlas de la piedad...
El día 1 de enero de 1970 puso en lengua latina en la primera página de su
epacta —el calendario litúrgico donde solía escribir una jaculatoria a
comienzos de año— estas palabras llenas de esperanza: ¡que por la intercesión
de la Virgen María seamos fuertes en la fe!
Durante aquel período de crisis de fe hubo algunas personas que promovieron
desobediencias hacia el magisterio del Santo Padre, acompañadas de errores
doctrinales y prácticos. San Josemaría sufrió indeciblemente, con un dolor
que le llevó en muchas ocasiones al llanto, por las terribles ofensas que recibía
el Señor y la grave desorientación de tantas personas en el mundo y en la
Iglesia. Rezaba sin cesar, intensamente unido al sentir del Papa, quien llegó a
decir, en una de sus alocuciones pontificias, que tenía la sensación de que
“a través de alguna grieta ha entrado el humo de satanás en el templo de
Dios”.
Movido por su amor al Santo Padre, escribió una larga carta a los fieles del
Opus Dei pidiéndoles que defendieran “la autoridad del Romano Pontífice, que
no puede estar condicionada más que por Dios”. Acudió a la oración y a la
mortificación, con esperanza y optimismo, confiando en
la acción
vivificadora del Espíritu en su Iglesia; pidió a numerosas personas que
ofreciesen el rezo del Santo Rosario por esa intención y se abandonó en las
manos de Dios y de su Madre, peregrinando a diversos santuarios marianos. “Iré
como un creyente del siglo XII: con el mismo amor, con aquella sencillez y con
aquel gozo. Voy a pedirle por el mundo, por la Iglesia, por el Papa, por la
Obra”. En 1970 hizo comprar miles de rosarios, que regalaba a todo el que venía
a verlo, pidiéndole que rezara por la Iglesia.
Sus enseñanzas en aquellos momentos tan duros, rezumaban fidelidad, amor a la
Iglesia y esperanza. “Sí, es cierto que es un tiempo de falta de fe —dijo
durante una estancia en Portugal—, y también es tiempo de mucha fe.
Actualmente hay personas —yo conozco alguna—, que jamás habían hecho
tantos actos de abandono en la misericordia de Dios, como ahora. Si rezamos
todos juntos, si ponemos un poquito de nuestra buena voluntad, el Señor nos dará
su gracia y pasará esta noche oscura, esta noche tremenda. Vendrá el alba, la
mañana llena de sol. ¡Como estos días de Lisboa, que son una maravilla!”
Peregrinó a Fátima y Torreciudad, donde había impulsado la construcción de
un Santuario en honor de la Madre de Dios; y en el mes de mayo de 1970 viajó a
México, y oró en la Basílica de Guadalupe, donde hizo una novena en la que
pidió intensamente por la Iglesia y por el Opus Dei.
Durante aquellos días, arrodillado en una tribuna lateral del templo, rezaba el
Rosario y se dirigía a la Virgen con la confianza de un hijo con su madre:
“Señora nuestra, ahora te traigo —no tengo otra cosa— espinas, las que
llevo en mi corazón; pero estoy seguro de que por Ti se convertirán en
rosas... Haz que en nosotros, en nuestros corazones, cuajen a lo largo de todo
el año rosas pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas del
perfume del sacrificio y del amor. He dicho de intento rosas pequeñas, porque
es lo que me va mejor, ya que en mi vida sólo he sabido ocuparme de cosas
normales, corrientes, y, con frecuencia, ni siquiera las he sabido acabar; pero
tengo la certeza de que en esa conducta habitual, en la de cada día, es donde
tu Hijo y Tú me esperáis”.
“Aquí estoy, porque ¡Tú puedes!, porque ¡Tú amas! Madre mía, Madre
nuestra (...) evítanos todo lo que nos impida ser tus hijos, todo lo que
intente borrar nuestro camino o adulterar nuestra vocación (...). Dios te
salve, María, Hija de Dios Padre; Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo;
Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo; Dios te salve, María,
templo de la Trinidad Beatísima, ¡más que Tú, sólo Dios!: ¡que se vea que
eres nuestra Madre!, ¡lúcete!”
A la preocupación por la Iglesia se unía en aquel tiempo su búsqueda de una
configuración jurídica definitiva adecuada al carisma fundacional y al fenómeno
teológico y pastoral del Opus Dei. El Concilio había abierto nuevas
posibilidades en el marco del Derecho Canónico, como las prelaturas personales.
Viajes de catequesis
Al ver los efectos de la falta de fe y de vida
cristiana en tantas personas, san Josemaría decidió lanzarse al ruedo para
confirmar a las gentes en la fe y darles razón de su esperanza, y a partir de
1970 realizó largos viajes de catequesis por diversos países del mundo. Tuvo
numerosos encuentros multitudinarios con hombres y mujeres de los más diversos
ambientes, para hablarles en familia de múltiples aspectos de la fe: de la
doctrina, y de la práctica de la doctrina de Jesucristo. Esas reuniones
multitudinarias, en las que le planteaban preguntas sobre las cuestiones más
candentes y vitales, tenían sabor de intimidad gracias a su predicación
vibrante y cordial, y a sus respuestas directas y personales.
Su catequesis en México duró un mes, desde el 15 de mayo al 22 de junio.
Durante ese tiempo, habló de Dios a miles de personas de los ambientes más
variados: madres de familia, obreros, estudiantes, jóvenes profesionales... A
los campesinos del Estado de Morelos, donde algunos miembros del Opus Dei, junto
con otras personas, habían puesto en marcha una escuela agrícola, les decía:
“Todos, vosotros y nosotros, estamos preocupados en que mejoréis, en que salgáis
de esta situación, de manera que no tengáis agobios económicos... Vamos a
procurar también que vuestros hijos adquieran cultura: veréis cómo entre
todos lo lograremos, y que —los que tengan talento y deseo de estudiar—
lleguen muy alto. Al principio serán pocos, pero con los años... Y ¿cómo lo
haremos? ¿Como quien hace un favor?... No, mis hijos, ¡eso no! ¿No os he
dicho que todos somos iguales?”
Dos años más tarde realizó un viaje de catequesis por la Península Ibérica
que duró dos meses, desde el 4 de octubre al 30 de noviembre de 1972. Fue un
viaje agotador, del que se conservan testimonios
cinematográficos, en los que se observa cómo el afán
de almas le llevaba a sobreponerse a su propio cansancio, respondiendo una y
otra vez a las preguntas que le hacían sobre la vida cristiana. Hablaba con
vigor y con simpatía, con mucha gracia humana, con la sencillez de un
catequista, la doctrina de un teólogo y la fe de un santo. Y siempre que podía,
visitaba algún monasterio de clausura para pedir oraciones y testimoniar su
amor por los religiosos.
Año y medio después, el 22 de mayo de 1974, inició su segundo viaje por América.
Estuvo en Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela, realizando una
intensa labor de catequesis que duró hasta el 31 de agosto. Miles de
sudamericanos escucharon sus palabras encendidas, llenas de amor a la Iglesia y
al Papa, pidiendo fidelidad al Magisterio y a las enseñanzas del Vaticano II.
“En Brasil hay mucho que hacer —dijo en São Paulo—, porque hay gente
necesitada de lo más elemental. No sólo de instrucción religiosa —hay
tantos sin bautizar— sino también de elementos de cultura corrientes. Los
hemos de promover de tal manera que no haya nadie sin trabajo, que no haya un
anciano que se preocupe porque está mal asistido, que no haya un enfermo que se
encuentre abandonado, que no haya nadie con hambre y sed de justicia, y que no
sepa el valor del sufrimiento”.
Le preguntaron en Buenos Aires:
—Cuando usted se vaya, Padre, ¿qué quiere dejarnos en el corazón a todos
sus hijos sudamericanos?
—“Que sembréis la paz y la alegría por todos lados; que no digáis ninguna
palabra molesta para nadie; que sepáis ir del brazo de los que no piensan como
vosotros. Que no os maltratéis jamás; que seáis hermanos de todas las
criaturas, sembradores de paz y de alegría”.
En Venezuela, un padre le preguntó por la educación de sus hijos.
—“Yo los pasearía un poco... —le dijo— por esos barrios que hay
alrededor de la gran ciudad de Caracas (...) para que vieran las chabolas, unas
encima de otras. (...) Que sepan que el dinero lo tienen que aprovechar bien;
que han de saberlo administrar, de modo que todos participen de alguna manera de
los bienes de la tierra. Porque es muy fácil decir: yo soy muy bueno, si no se
ha pasado ninguna necesidad.
Un amigo, hombre de mucho dinero, me decía una vez: yo no sé si soy bueno,
porque nunca he tenido a mi mujer enferma, encontrándome sin trabajo y sin un céntimo;
no he tenido a mis hijos debilitados por el hambre, estando sin trabajo y sin un
céntimo; no me he encontrado en medio de la calle, tendido y sin un cobijo...
No sé si soy un hombre honrado: ¿qué habría hecho yo, si me hubiera sucedido
todo eso?
Mirad, hemos de procurar que no le pase a nadie; hay que habilitar a la gente
para que, con su trabajo, pueda asegurarse un bienestar mínimo, estar
tranquilos en la vejez y en la enfermedad, cuidar de la educación de los hijos,
y tantas otras cosas necesarias. Nada de los demás puede resultarnos
indiferente y, desde nuestro sitio, hemos de procurar que se fomente la caridad
y la justicia”.
Recordaba siempre la necesidad de la conversión, mediante el sacramento de la
confesión sacramental. Peregrinaba a los principales lugares de devoción
mariana de cada país para rezar a la Madre de Dios, y daba por buenos todos sus
esfuerzos y todas las incomodidades de aquellos viajes sólo con que una persona
se reconciliase con el Señor.
En Perú una afección bronquial le retuvo varios días en cama. Aún no
repuesto del todo, quiso proseguir su catequesis. El 1 de agosto llegó a
Ecuador, donde sufrió los efectos del soroche (mal de altura), y tuvo
encuentros apostólicos con varios grupos de personas, tanto allí como en
Venezuela, hasta que los médicos le indicaron que suspendiera sus actividades.
El 4 de febrero de 1975 regresó de nuevo a América. Estuvo en Guatemala y en
Venezuela. Acudieron numerosas personas a Ciudad de Guatemala para escucharle,
entre ellas muchos indígenas. Hablándoles de san José, decía: “Él nos ha
enseñado el valor del trabajo ordinario, que es el medio humano de santificación
que tenemos al alcance de la mano: hacer lo de todos los días, lo de cada hora,
lo de cada minuto, con cariño (...) de manera que lo podamos ofrecer al Señor...
Lo mismo si es un rascacielos (...) como si es un cestillo de mimbre que teje
una hijita mía, indita”.
Y concluyó con mucha fuerza:
—”¡Tanto me da el rascacielos como el cesto, si están hechos con amor!”
Volvió a caer enfermo. Se vio obligado de nuevo a acortar el viaje y a regresar
el día 23, antes de lo previsto. San Josemaría aceptó la Voluntad de Dios y
ofreció aquel contratiempo al Señor, pidiendo por la Iglesia en tierras
americanas.
Busco
tu rostro, Señor
¡Cuántas veces, durante sus años de seminarista y
de sacerdote joven, había pedido san Josemaría luces al Señor con esta
jaculatoria: Señor, que vea! Ahora, a los setenta y tres años, cuando sentía
en su cuerpo el peso de los trabajos y las limitaciones físicas —estaba prácticamente
ciego de un ojo a causa de unas cataratas y veía muy mal con el otro—, esa
petición de su juventud cobraba en su alma una nueva fuerza y un nuevo sentido.
El 19 de marzo de 1975, fiesta de san José, pedía: “Señor, ya no puedo más,
y sin embargo he de ser fortaleza para mis hijos; ya no veo a tres metros de
distancia y tengo que atisbar el futuro, para señalar el camino a mis hijos: ayúdame
Tú: ¡que vea con tus ojos, Cristo mío! ¡Jesús de mi alma!”
Pocos días después, el 28 de marzo de 1975, que aquel año cayó en Viernes
Santo, se cumplieron las bodas de oro de su sacerdocio. Deseaba vivir aquel
aniversario sin manifestaciones externas, íntimamente unido a la Cruz. Por eso
indicó: “No quiero que se prepare ninguna solemnidad, porque deseo pasar este
jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: ocultarme y
desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca”.
La víspera, fiesta de Jueves Santo, estuvo haciendo su oración en voz alta,
junto al Sagrario. Su corazón se explayó en una encendida acción de gracias
al Señor: “A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea:
estoy comenzando, recomenzando, como en mi lucha interior de cada jornada. Y así
hasta el final de los días que me queden (...). Una mirada atrás... Un
panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías,
todo alegrías... Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo
del Artista, que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un
crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser.
Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las
he dado (...). Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono
lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi!, pues no tenemos motivos más
que para dar gracias.
No hemos de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de
perder la serenidad por ninguna cosa del mundo. (...) Señor: que les des
serenidad a los hijos míos; que no la pierdan ni cuando tengan un error de
categoría. Si se dan cuenta de que lo han cometido, eso ya es una gracia, una
luz del Cielo.
Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene
que ser la vida de cada uno, porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has
hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís... Stulta mundi, infirma mundi, et
ea quae non sunt. Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado
medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el
mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en
toda América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias”.
El 23 de mayo peregrinó de nuevo a Torreciudad. Fue su última estancia en
aquel enclave multisecular de devoción mariana. El nuevo Santuario, cuya
construcción había impulsado movido por su amor a la Virgen, estaba ya
terminado y dispuesto para abrirse al culto.
Al entrar en el templo sus ojos se dirigieron hacia el óculo, situado en el
centro del retablo, siguiendo una vieja tradición aragonesa. Allí estaba el
sagrario, custodiado por cuatro ángeles orantes. Más abajo, la hornacina con
aquella imagen tan querida, venerada desde hacía siglos en aquellas tierras.
Contempló, emocionado, una por una, las escenas del retablo. En la capilla del
Santísimo había querido que se expusiese a la veneración de los fieles un
Cristo crucificado, todavía vivo, que contemplase con su mirada redentora a los
que venían a orar a sus pies.
Durante aquel tiempo su alma se consumía en el afán,
cada vez más ardiente e intenso, de contemplar, cara a cara, el rostro del Señor:
“¡Señor, tengo unas ganas de ver tu cara, de admirar tu rostro, de
contemplarte...! ¡Te amo tanto, te quiero tanto, Señor!”
El 26 de junio de 1975 se levantó muy temprano, como de costumbre. Hizo
media hora de oración ante el Santísimo y celebró la Misa Votiva de la
Virgen. Tras el desayuno, pidió a los que le acompañaban que le dijeran de su
parte a una determinada persona, que desde hacía años estaba ofreciendo la
Santa Misa por la Iglesia y por el Santo Padre. “Hoy mismo —precisó— he
ofrecido al Señor mi vida por el Papa”.
A las nueve y media de la mañana partió hacia Castelgandolfo, donde se reunió
con un grupo de mujeres del Opus Dei que le esperaban en el Colegio Romano de
Santa María. “Vosotras tenéis alma sacerdotal —les comentó— os diré
como siempre que vengo aquí. Vuestros hermanos seglares también tienen alma
sacerdotal. Podéis y debéis ayudar con esa alma sacerdotal y, con la gracia
del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra,
haremos una labor eficaz...”
“Me imagino que de todo —siguió diciéndoles— sacáis motivo para tratar
a Dios y a su Madre bendita, nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor,
y a nuestros Angeles Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre,
que está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo, en estos
momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa, cualquiera que sea. Pedid
al Señor que sea eficaz nuestro servicio para su Iglesia y para el Santo
Padre”.
Al cabo de unos veinte minutos se sintió indispuesto, y decidió regresar a
Roma con Álvaro del Portillo y Javier Echevarría.
Llegaron a Villa Tevere. Faltaba poco para las doce del mediodía. Saludó al Señor
en el Sagrario, con una genuflexión pausada y reverente, y se dirigió hacia su
cuarto de trabajo. Al entrar, miró con cariño una imagen de la Virgen de
Guadalupe.
De pronto, se sintió gravemente indispuesto:
—¡Javi! No me siento bien.
Y cayó desplomado en el suelo.
Cinco años antes, durante su estancia en México, había contemplado con
especial devoción una pintura antigua en la que la Virgen de Guadalupe da una
rosa a san Juan Diego.
—Así quisiera morir —musitó—: mirando a la Santísima Virgen, y que ella
me dé una flor.
Dios le concedió aquel deseo y los ojos sonrientes y maternales de la Virgen de
Guadalupe, ante la que había rezado tantas veces, recibieron su última mirada
en esta tierra.
Os
ayudaré más
Se
dispuso su cuerpo, revestido con ornamentos sacerdotales, al pie del altar de
Santa María de la Paz, actual iglesia prelaticia del Opus Dei. La noticia de su
fallecimiento se difundió rápidamente por todo el mundo. Comenzaron a acudir a
Villa Tevere centenares de personas —entre ellas, numerosos cardenales y
obispos— para rezar ante su cuerpo. Al contemplar su rostro, que desprendía
paz y serenidad, muchos recordaron una frase que solía decir en los últimos
tiempos: “Os podré ayudar más desde el cielo. Vosotros lo sabréis hacer
mejor que yo: yo no soy necesario”.
Se celebraron funerales por su alma en los cinco
continentes, que significaron para miles de personas una ocasión de gracia y de
conversión interior. Y fueron multiplicándose, año tras año, las misas de
sufragio por su alma, que se celebraron en las principales ciudades y en los
lugares más insospechados de la tierra hasta los que había llegado su fama de
santidad.
San Josemaría había gozado de fama de santidad desde su juventud, desde sus
primeros años de sacerdocio. Muchos sacerdotes y seminaristas que participaron
en los cursos de retiro que predicó durante los años 1938-1945 no olvidaron
nunca —y así lo pusieron de manifiesto en sus testimonios— la llama de amor
a Dios que transmitía en sus palabras aquel sacerdote joven.
A partir de 1946, año en que fijó su residencia en Roma, acudieron a visitarle
personas de los más diversos lugares, atraídas por su santidad de vida. Muchas
de ellas le pedían que encomendara sus intenciones en la Santa Misa, con la
seguridad de que estaban ante un santo que intercedería por ellos ante el Señor.
Vivió siempre con la sencillez que predicaba y enseñaba en sus escritos, pero
no pudo evitar, con el paso de los años, que cuando asistía a un acto público,
o realizaba un viaje de catequesis, las muchedumbres le rodearan pidiéndole que
les bendijera, a ellos y a sus hijos; y que muchos guardaran como reliquias un
crucifijo o un rosario que hubiese pasado por sus manos.
A su lado se palpaba la cercanía de Dios. Todo, en su personalidad y en su modo
de ser —sus gestos, sus palabras, su sonrisa constante, su buen humor, su
mirada amable y alentadora— llevaba hacia el Señor. Miles de personas, de las
mentalidades y culturas más diversas, concluían lo mismo, tras escuchar sus
palabras o verle celebrar la Santa Misa: éste es un sacerdote enamorado de
Dios.
Esta fama de santidad cobró especial fuerza en los últimos años de su vida,
cuando muchedumbres de personas de los más diversos ambientes y culturas
pudieron oír el anuncio del Evangelio de sus propios labios, durante sus viajes
de catequesis por Europa y América.
El 26 de junio de 1975 comenzó el incesante desfile de personas de toda condición,
que desde entonces acude hasta su tumba para orar. Y comenzaron a llegar
noticias de gracias recibidas por su intercesión ante Dios. En unos casos,
verdaderos milagros; en otros, pequeños favores en el trabajo y en la vida
cotidiana: una persona que encuentra trabajo después de años de búsqueda
infructuosa, al encomendarse a su intercesión; un matrimonio que se reconcilia
tras un periodo difícil; un hijo que regresa al hogar y rehace su vida...
Los favores de carácter espiritual son particularmente numerosos: personas que
deciden vivir a fondo su fe; alejados que se convierten y regresan a la
Iglesia... Ésas eran las gracias que san Josemaría pedía habitualmente al Señor
durante su vida: gracias de conversión y de amor a Dios.
Cuando se estaba construyendo el santuario de Torreciudad, volvió a expresar
este deseo: “un derroche de gracias espirituales (...) que el Señor querrá
hacer a quienes acudan a su Madre Bendita ante esa pequeña imagen, tan venerada
desde hace siglos. Por eso me interesa que haya muchos confesonarios para que
las gentes se purifiquen en el santo sacramento de la penitencia y —renovadas
las almas— confirmen o renueven su vida cristiana, aprendan a santificar y
amar el trabajo, llevando a sus hogares la paz y la alegría de Jesucristo”.
Sesenta y nueve cardenales, alrededor de 1.300 obispos de todo el mundo, 41
superiores de órdenes y congregaciones religiosas, sacerdotes, religiosos,
representantes de asociaciones laicales, figuras de la sociedad civil y
personalidades del mundo de la cultura, de la ciencia y del arte solicitaron al
Santo Padre el comienzo de su Causa de beatificación y canonización,
convencidos de que sería un gran bien para la Iglesia.
El 19 de febrero de 1981, el Cardenal Ugo Poletti promulgó el Decreto de
Introducción de la Causa.
El 9 de abril de 1990, el Santo Padre Juan Pablo II declaró las virtudes
heroicas del Venerable Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer; y el 6 de
julio de 1991 se leyó, en presencia del Papa, el decreto que sancionaba el carácter
milagroso de una curación obrada por su intercesión.
El 17 de mayo de 1992, una gran muchedumbre se congregó en Roma. En la fachada
de la Basílica de San Pedro se veían dos tapices con los rostros sonrientes de
Josemaría Escrivá de Balaguer y Josefina Bakhita, a los que Juan Pablo II
beatificó en una solemne ceremonia.
El 20 de diciembre de 2001, un decreto pontificio reconoció el carácter
milagroso de una curación atribuida a la intercesión del beato Josemaría.
Poco tiempo después, Juan Pablo II anunció que el 6 de octubre del año 2002
se inscribiría el nombre de san Josemaría Escrivá de Balaguer entre el número
de los santos.
Anexo
I:
Canonización
de Josemaría Escrivá:
Las autoridades estimaron
que la asistencia a la ceremonia fue de entre 450.000 y 500.000 personas. Hubo
personas que se hallaban en la orilla del Tíber a un kilómetro de distancia
del altar. Procedían de 85 países de los 5 continentes. Hubo más de 100
vuelos, trenes, barcos... preparados especialmente para trasladar a peregrinos.
Un
tercio italianos, un tercio del resto de Europa y otro tercio de los otros
continentes.
Los
grupos más numerosos de participantes procedían, además de Italia, de España,
Francia, Estados Unidos, México, Alemania, Brasil, Polonia y Filipinas.
Esta
multitud de fieles ocuparon toda la plaza de San Pedro, la plaza de Pío XII, la
Vía de la Conciliazione y las calles adyacentes hasta llegar al río.
El
40% de los participantes fueron jóvenes que se alojaron en campings,
polideportivos, parroquias y otros locales de Roma y periferia.
En
las primeras filas de la plaza había 450 puestos reservados para enfermos con
silla de ruedas.
La
canonización y la misa de acción de gracias del día 7 fueron traducidas
simultáneamente al francés, inglés, polaco, portugués, español y alemán en
diversas frecuencias de FM de la Radio Vaticana
470 Cardenales, Arzobispos
y Obispos de todo el mundo quisieron estar presentes. El Papa Concelebró con 42
personas. Asistieron también dignidades protestantes y ortodoxas. En más de
100 países se celebraron Misas multitudinarias de acción de gracias.
16 países mandaron
delegaciones oficiales. El Estado Italiano dio a la ceremonia la calificación
de “Gran Evento”, el Ayuntamiento de Roma colaboró de muchos modos, el
transporte público los días 6 y 7 fue gratuito.
La ceremonia fue
retransmitida en directo por 39 canales de televisión de todo el mundo, muchos
de ellos internacionales. Se prepararon programaciones especiales radio y
televisión. La prensa escrita preparó ediciones especiales conmemorativas.
Varios medios de comunicación se hicieron eco del “clamoroso silencio que se
produjo en la Consagración” así como del “recogimiento y piedad de los
asistentes”.
29 coros (1200 voces en
total) procedentes de 17 países cantaron durante la Ceremonia.
1040 Sacerdotes
distribuyeron la Comunión en la Plaza de San Pedro, Plaza de Pío XII y Vía de
la Conciliazione.
1850 voluntarios (500
romanos) asistieron a los peregrinos en todo lo que necesitaran.
Cada
participante recibió un folleto en diversas lenguas para seguir la Misa, también
una biografía breve de san Josemaría, una guía y plano de la ciudad.
70.000 flores adornaron la
Plaza de San Pedro, fueron donadas por una coperativa italiana. Procedían de
Suiza, Holanda, Ecuador, Australia, ente otros lugares.
9 pantallas gigantes
ayudaron a los peregrinos a seguir la Ceremonia.
En
el acto de presentación del Proyecto Harambee con intervenciones musicales de
diversas partes del mundo se intercalan con testimonios de profesionales
comprometidos con el desarrollo humano en el continente africano animados por el
espíritu de san Josemaría. Este proyecto fue iniciativa del Comité
organizador de la Canonización para la ayuda del África Subsajariana.
Durante
los días 8 y 9 se sucedieron, en varias basílicas e iglesias de Roma, Misas de
acción de gracias en 18 idiomas: alemán, árabe, checo, chino, español,
finlandés, francés, holandés, húngaro, indonesio, inglés, italiano, japonés,
latín, lituano, polaco, portugués y sueco.
Numerosos obispos han destacado la universalidad del mensaje promovido por el
nuevo santo. Asimismo, han manifestado su alegría por el hecho de que san
Josemaría Escrivá de Balaguer haya pasado a formar parte del elenco de los
santos, convirtiéndose así en patrimonio de toda la Iglesia.
Anexo
II:
Declaraciones
de los Pontífices sobre san Josemaría:
Es más que notoria la devoción, filiación y amistad que san Josemaría profesó al Santo Padre. “¡Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón!”. Es también destacable como todos los Papas desde Pío XII hasta Juan Pablo II han querido a san Josemaría y al Opus Dei y han aprendido de sus enseñanzas aplicándolas a su propia vida de trato con Dios. Todos los Pontífices utilizaron Camino para su oración personal. Ahí van algunas de las innumerables muestras de cariño de los Papas. En la Canonización, Juan Pablo II lo definió como “El santo de lo ordinario”
Juan Pablo II:
“Con
sobrenatural intuición, el beato Josemaría predicó incansablemente la llamada
universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse
en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de
santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo,
pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la
realidad del hombre y a toda la creación (cf. Dominum et vivificantem, 50). En
una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las
convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios, el nuevo beato nos
recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si
se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden
ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo”. (Ceremonia de
beatificación de Josemaría Escrivá, 17-V-1992).
“Manifestación
evidente de esta Providencia divina es la presencia constante a lo largo de los
siglos de hombres y mujeres, fieles a Cristo, que iluminan con su vida y su
mensaje las diversas épocas de la historia. Entre estas figuras insignes ocupa
un lugar destacado el beato Josemaría Escrivá, que, como subrayé el día
solemne de su beatificación, recordó al mundo contemporáneo la llamada
universal a la santidad y el valor cristiano que puede adquirir el trabajo
profesional, en las circunstancias ordinarias de cada uno”. (Audiencia a los
participantes en un congreso sobre las enseñanzas de San Josemaría,
14-X-1993).
“Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin
distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos
llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer
lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en
la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu. De este modo, seréis
"sal de la tierra" (cf. Mt 5, 13) y brillará "vuestra luz
delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a
vuestro Padre que está en los cielos" (Mt., 5, 16)”. (Homilía en
la Canonización de Josemaría Escrivá, 6-X-2002)
“Ciertamente,
no faltan incomprensiones y dificultades para quien intenta servir con fidelidad
la causa del Evangelio. El Señor purifica y modela con la fuerza misteriosa de
la Cruz a cuantos llama a seguirlo; pero en la Cruz – repetía el nuevo Santo
- encontramos luz, paz y gozo: Lux in Cruce, requies in Cruce, gaudium in
Cruce!”
(Ángelus, 6-X-2002)
“San Josemaría fue elegido por el Señor para
anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos
los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría
decir que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que,
para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro
con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. La vida diaria, vista
así, revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance
de todos.
Escrivá
de Balaguer fue un santo de gran humanidad. Todos los que lo trataron, de
cualquier cultura o condición social, lo sintieron como un padre, entregado
totalmente al servicio de los demás, porque estaba convencido de que cada alma
es un tesoro maravilloso; en efecto, cada hombre vale toda la sangre de Cristo.
Esta actitud de servicio es patente en su entrega al ministerio sacerdotal y en
la magnanimidad con la cual impulsó tantas obras de evangelización y de
promoción humana en favor de los más pobres.
El Señor le hizo entender profundamente el don de
nuestra filiación divina. Él enseñó a contemplar el rostro tierno de un
Padre en el Dios que nos habla a través de las más diversas vicisitudes de la
vida. Un Padre que nos ama, que nos sigue paso a paso y nos protege, nos
comprende y espera de cada uno de nosotros la respuesta del amor. La consideración
de esta presencia paterna, que lo acompaña a todas partes, le da al cristiano
una confianza inquebrantable; en todo momento debe confiar en el Padre
celestial. Nunca se siente solo ni tiene miedo. En la Cruz -cuando se presenta -
no ve un castigo sino una misión confiada por el mismo Señor. El cristiano es
necesariamente optimista, porque sabe que es hijo de Dios en Cristo.
San Josemaría Escrivá dedicó su vida al servicio de
la Iglesia. En sus escritos, los sacerdotes, los laicos que siguen los caminos más
diversos, los religiosos y las religiosas encuentran una fuente estimulante de
inspiración. Queridos hermanos y hermanas, al imitarle con una apertura de espíritu
y de corazón, dispuestos a servir a las Iglesias locales, estáis contribuyendo
a dar fuerza a la "espiritualidad de comunión", que la carta apostólica
Novo millennio ineunte indica como uno de los objetivos más importantes
para nuestro tiempo (cf. nn. 42-45).
El amor a la Virgen es una característica constante
de la vida de san Josemaría Escrivá, y es parte eminente de la herencia que
lega a sus hijos e hijas espirituales. Invoquemos a la humilde Esclava del Señor
para que, por intercesión de este devoto hijo suyo, nos conceda a todos la
gracia de seguirla dócilmente en su exigente camino de perfección evangélica.
Por último, saludo cordialmente al prelado y a todos los miembros del Opus Dei:
os agradezco todo lo que hacéis por la Iglesia”. (7-X-2002)
Juan
Pablo I:
“Escrivá de Balaguer, con el Evangelio, decía
continuamente: Cristo no nos pide un poco de bondad, sino mucha bondad. Pero
quiere que lleguemos a ella no a través de acciones extraordinarias, sino con
acciones comunes, aunque el modo de ejecutar tales acciones no debe ser común.
Allí “nel bel mezzo della strada”, en la oficina, en la fábrica, nos
hacemos santos a poco que hagamos el propio deber con competencia, por amor de
Dios, y alegremente, de manera que el trabajo cotidiano se convierta no en una
“tragedia cotidiana”, sino en la “sonrisa cotidiana” “. (de un artículo
publicado en Il Gazzetino de Venecia, un mes antes de ser elegido Papa)
Pablo VI:
El sucesor de Pío XII, el beato Juan XXIII, había
conocido el espíritu del Opus Dei en 1950, durante su estancia en unos centros
universitarios en Santiago de Compostela y Zaragoza; y su sucesor en la Sede de
Pedro, Pablo VI, tuvo también numerosas manifestaciones de afecto con el Opus
Dei: “Contemplamos con satisfacción paternal —decía el Papa en 1964—
todo lo que el Opus Dei ha realizado y realiza por el Reino de Dios; el deseo de
hacer el bien que lo guía; el amor ferviente a la Iglesia y a su Cabeza
visible, que lo distingue; su celo ardiente por las almas que lo impulsa hacia
los arduos y difíciles caminos del apostolado de presencia y testimonio en
todos los sectores de la vida contemporánea”.
El
25 de junio de 1973 obtuvo san Josemaría audiencia con Pablo VI; la última de
su vida. El Papa le saludó afectuosamente. El Fundador empezó contando el
desarrollo de la Obra, en todos aquellos años, por los cinco continentes. De
cuando en cuando Pablo VI le interrumpía y, mirándole con admiración,
exclamaba:
-“Usted es un santo”
-“No, no. Vuestra
Santidad no me conoce. Yo soy un pobre pecador”.
-“No, no. Usted es un
santo”, insistía el Papa.
Abrumado
y lleno de vergüenza, el Fundador desvió de su persona estas alabanzas:
-“En la tierra no hay más
que un santo: el Santo Padre”
Al pasar los años, san Josemaría decía a los miembros del Opus Dei,
lleno de agradecimiento a Dios: “Cuando vosotros seáis viejos y yo haya
rendido cuentas a Dios, vosotros diréis a vuestros hermanos cómo el Padre
amaba al Papa con todas su fuerzas”.
“En sus palabras –dijo el Papa- hemos advertido la vibración
del espíritu encendido y generoso de toda la Institución, nacida en este
tiempo nuestro como expresión de la perenne juventud de la Iglesia.
Consideramos con paterna satisfacción cuanto el Opus Dei ha realizado y realiza
por el Reino de Dios; el deseo de hacer el bien, que lo guía; el amor encendido
a la Iglesia y a su Cabeza visible, que lo distingue; el celo ardiente por las
almas, que lo empuja hacia los arduos y difíciles caminos del apostolado de
presencia y de testimonio en todos los sectores de la vida contemporánea”.
(Quirógrafo regalado por el Papa a san Josemaría en una audiencia concedida en
1964)
Durante su pontificado, el beato Juan XXIII había
confiado al Opus Dei la puesta en marcha de una labor apostólica en el
Tiburtino, entonces un suburbio de Roma muy desfavorecido que sufría carencias
de todo tipo. Pocos años después, el 21 de noviembre de 1965, Pablo VI inauguró
el Centro ELIS, dirigido a la promoción profesional de los jóvenes obreros de
la zona, que era una de las concreciones de aquella labor encomendada por el
Papa.
Pablo VI llegó acompañado por varios Padres Conciliares. En el ELIS le
esperaban el fundador y una multitud de personas del barrio. Al ver a aquellas
gentes, y aquel sueño apostólico hecho realidad, el Papa se fundió en un
largo abrazo con san Josemaría, diciéndole:
”Aquí todo, todo es Opus Dei.”
Comentaba
el fundador al día siguiente: “Estaba ayer muy emocionado; me he emocionado
siempre: con Pío XII, con Juan XXIII y con Pablo VI, porque tengo fe”.
En 1976 el Siervo de Dios Álvaro
de Portillo se presentó al Papa como primer sucesor de san Josemaría al frente
del Opus Dei. Pablo VI, en esta audiencia, dijo: “Tenga en cuenta que todo lo
que se refiere a Josemaría Escrivá no es sólo del Opus Dei, pertenece al
tesoro de la Iglesia. Considero que fue una de las personas que han recibido más
carismas de Dios y que más generosamente ha correspondido a esos carismas desde
San Pablo”
Pablo VI siempre tuvo en su mesa de trabajo un
ejemplar de Camino.
"El
Opus Dei está destinado a abrir en la Iglesia insospechados horizontes de
apostolado universal" (Juan XIII, testimonio de Mons. Loris Capovilla)
El 25 de enero de 1959 el nuevo Papa Juan XXIII, que
había subido a la Sede de Pedro tres meses antes, sorprendió al mundo con la
convocatoria de un Concilio. Al conocer la noticia, el fundador del Opus Dei
manifestó su alegría y esperanza, y comenzó a rezar y a pedir oraciones
“por el feliz éxito de esa gran iniciativa que es el Concilio Ecuménico”.
Cuando se publicaron los documentos conciliares, san
Josemaría se llenó de gozo. “Una de mis mayores alegrías ha sido
precisamente ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad
la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo
que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a
cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que —por la gracia de
Dios— veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años. La principal
característica del Opus Dei no son unas técnicas o métodos de apostolado, ni
unas estructuras determinadas, sino un espíritu que lleva precisamente a
santificar el trabajo”.
El
Papa Juan XIII, con la perspectiva que le daba ocupar la cátedra de Pedro, nos
explicó –cuenta Juan José Espinosa- que era consciente del gran servicio que
el Opus Dei estaba prestando a la Iglesia, así como de la universalidad de sus
horizontes, pues -como él mismo señaló- estaba llevando el Evangelio a todos
los rincones de la tierra y a todas las capas de la sociedad.
Después
de hacer aquellos comentarios sobre el Opus Dei, quiso añadir unas palabras
sobre monseñor Escrivá: "Admiro al fundador, y le quiero mucho;
precisamente hace unos días le he enviado unos libros".
En
ese momento, le dije que yo vivía con él, en la sede central de la Obra. Y el
Papa: "Le quiero mucho -repitió-; dile que le bendigo a él y al Opus Dei
de todo corazón".
Si
me llamasen a declarar en los procesos de beatificación de Pío XII y Juan
XIII, –dice el Cardenal Dell’Acqua- yo no tendría más remedio que hablar
del grandísimo afecto de estos Romanos Pontífices -¡los dos!-tuvieron al Opus
Dei. Me lo dijeron –uno y otro- expresamente, y conste la realidad de ese cariño.
Pío XII:
San
Josemaría recordaría muchas veces, agradecido, que las primeras palabras de ánimo
y de afecto que escuchó salieron de labios del futuro Pablo VI, entonces monseñor
Montini. Pío XII, que ya conocía a algunos miembros del Opus Dei, recibió
pocos días después en audiencia a san Josemaría, y quedó impresionado por su
figura. Le dijo al Cardenal Gilroy:
”Es un verdadero santo, un hombre enviado por Dios para nuestro tiempo”. (Pío
XII, Testimonio de Mons. Thomas Muldoon)
Antes de conocerle personalmente Pío XII le había
hecho llegar un autógrafo suyo (una deferencia poco frecuente en aquella época)
con el siguiente texto: “A nuestro amado hijo José María Escrivá de
Balaguer, Fundador de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y del Opus Dei,
con una bendición especial. 28 de junio de 1946. Pius P.P. XII”
En 1947, Pío XII recibió en audiencia a Carmen
Escrivá de Balaguer, hermana de san Josemaría. Comentó el Papa que desde 1943
encomendaba el Opus Dei, y que tenía en su mesilla de noche el Camino
que le regaló Álvaro del Portillo.
Anexo III:
Amar al mundo apasionadamente
Homilía pronunciada por
San Josemaría Escrivá en el Campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967.
Acabáis
de escuchar la lectura solemne de los dos textos de la Sagrada Escritura,
correspondientes a la Misa del domingo XXI después de Pentecostés. Haber oído
la Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas
palabras mías que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una
gran familia de hijos de Dios en su Iglesia Santa. Palabras, pues, que desean
ser sobrenaturales, pregoneras de la grandeza de Dios y de sus misericordias con
los hombres: palabras que os dispongan a la impresionante Eucaristía que hoy
celebramos en el campus de la Universidad de Navarra.
Considerar unos instantes el hecho que acabo de mencionar. Celebramos la Sagrada
Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese
misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo.
Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres,
por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y
la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de
nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo,
donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá
muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá
terminado.
Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la
Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser
malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia
cristiana como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero
decir—, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con
las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo
necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.
Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por
antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo,
participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica,
en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la
antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La
doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando
el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él.
En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial
de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión
deformada del Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra
Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo
singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el
retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta
nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra...
¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es
la vida ordinaria el verdadero lugar de nuestra existencia cristiana?
Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están
vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de
vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más
materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos
los hombres.
Lo
he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es
malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque
Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y
feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos:
cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros,
hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.
Por el contrario, debéis comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios
os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares
de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el
cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el
campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios
nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido
en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.
Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto
a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida
espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y
ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con
Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar,
profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.
¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser
como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida,
hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el
cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las
cosas más visibles y materiales.
No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria
al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita
nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más
vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios,
espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro
continuo con Jesucristo.
El
auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se
enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a
ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo
cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu.
¿Qué son los sacramentos —huellas de la Encarnación del Verbo, como
afirmaron los antiguos— sino la más clara manifestación de este camino, que
Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada
sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se
nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía —ya
inminente— sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se
nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo —vino y pan—, a
través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como
el último Concilio Ecuménico ha querido recordar?.
Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son
vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios. Se trata de un
movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones,
quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para
que quedara claro que —en ese movimiento— se incluía aun lo que parece más
prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo
para la gloria de Dios.
Esta
doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra —como sabéis— en el núcleo
mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con
perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas
de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los
detalles se encierra. ¡Qué bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de
Castilla!: Despacito, y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más
que el hacerlas.
Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más
intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de
Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación
cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea
del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde
de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida
ordinaria...
Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me
refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños,
de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística
ojalatera —¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión,
ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...—, y
ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es
donde está el Señor: mirad mis manos y mis pies, dijo Jesús
resucitado: soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y
huesos, como veis que yo tengo.
Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se
iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación
como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo —y no sólo
el templo— es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura
adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando —con
plena libertad— sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se
desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser
decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que
intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y
grandes de la vida.
Pero
a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al
mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones
católicas a aquellos problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería
clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier
caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por
todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres
conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia
responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a
los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones
diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos,
para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías
humanas.
Se ve claro que, en este terreno como en todos, no podríais realizar ese
programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la
libertad que os reconocen —a la vez— la Iglesia y vuestra dignidad de
hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial
en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una
libertad responsable.
Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis
—¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia— vuestros derechos; y a
que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos —en la vida política,
en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional—,
asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres,
cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad
laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo —lo diré
de un modo positivo—, os hará convivir en paz con todos vuestros
conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la
vida social.
Sé
que no tengo necesidad de recordar lo que, a lo largo de tantos años, he venido
repitiendo. Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión,
forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde. ¿Tendré que
volver a afirmar que los hombres y las mujeres, que quieren servir a Jesucristo
en la Obra de Dios, son sencillamente ciudadanos iguales a los demás,
que se esfuerzan por vivir con seria responsabilidad —hasta las últimas
conclusiones— su vocación cristiana?
Nada distingue a mis hijos de sus conciudadanos. En cambio, fuera de la Fe, nada
tienen en común con los miembros de las congregaciones religiosas. Amo a los
religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del
mundo —su contemptus mundi—, que son otros signos de santidad
en la Iglesia. Pero el Señor no me ha dado vocación religiosa, y desearla para
mí sería un desorden. Ninguna autoridad en la tierra me podrá obligar a ser
religioso, como ninguna autoridad puede forzarme a contraer matrimonio. Soy
sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo.
Quienes
han seguido a Jesucristo —conmigo, pobre pecador— son: un pequeño tanto por
ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical;
un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo —que así
confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su
trabajo diocesano—, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las
almas quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el
mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres —de
diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas— que viven de su
trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que
participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más
justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal
responsabilidad —repito—, experimentando con los demás hombres, codo con
codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus
derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano
consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas,
mientras procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades
más vulgares.
También las obras, que —en cuanto asociación— promueve el Opus Dei, tienen
esas características eminentemente seculares: no son obras eclesiásticas. No
gozan de ninguna representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la Iglesia.
Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que
procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de
Cristo. Un dato os lo aclarará: el Opus Dei, por ejemplo, no tiene ni tendrá
jamás como misión regir Seminarios diocesanos, donde los Obispos instituidos
por el Espíritu Santo preparan a sus futuros sacerdotes.
Fomenta,
en cambio, el Opus Dei centros de formación obrera, de capacitación campesina,
de enseñanza primaria, media y universitaria, y tantas y tan variadas labores más,
en todo el mundo, porque su afán apostólico —escribí hace muchos años—
es un mar sin orillas.
Pero ¿cómo me he de alargar en esta materia, si vuestra misma presencia es más
elocuente que un prolongado discurso? Vosotros, Amigos de la Universidad de
Navarra, sois parte de un pueblo que sabe que está comprometido en el progreso
de la sociedad, a la que pertenece. Vuestro aliento cordial, vuestra oración,
vuestro sacrificio y vuestras aportaciones no discurren por los cauces de un
confesionalismo católico: al prestar vuestra cooperación sois claro testimonio
de una recta conciencia ciudadana, preocupada del bien común temporal; atestiguáis
que una Universidad puede nacer de las energías del pueblo, y ser sostenida por
el pueblo.
Una vez más quiero, en esta ocasión, agradecer la colaboración que rinden a
nuestra Universidad mi nobilísima ciudad de Pamplona, la grande y recia región
Navarra; los Amigos procedentes de toda la geografía española y —con
particular emoción lo digo— los no españoles, y aun los no católicos y los
no cristianos, que han comprendido, y lo muestran con hechos, la intención y el
espíritu de esta empresa.
A todos se debe que la Universidad sea un foco, cada vez más vivo, de libertad
cívica, de preparación intelectual, de emulación profesional, y un estímulo
para la enseñanza universitaria. Vuestro sacrificio generoso está en la base
de la labor universal, que busca el incremento de las ciencias humanas, la
promoción social, la pedagogía de la fe.
Lo que acabo de señalar lo ha visto con claridad el pueblo navarro, que
reconoce también en su Universidad ese factor de promoción económica para la
región y, especialmente, de promoción social, que ha permitido a tantos de sus
hijos un acceso a las profesiones intelectuales, que —de otro modo— sería
arduo y, en ciertos casos, imposible. El entendimiento del papel que la
Universidad habría de jugar en su vida, es seguro que motivó el apoyo que
Navarra le dispensó desde un principio: apoyo que sin duda habrá de ser, de día
en día, más amplio y entusiasta.
Sigo manteniendo la esperanza —porque responde a un criterio justo y a la
realidad vigente en tantos países— de que llegará el momento en el que el
Estado español contribuirá, por su parte, a aliviar las cargas de una tarea
que no persigue provecho privado alguno, sino que —al contrario— por estar
totalmente consagrada al servicio de la sociedad, procura trabajar con eficacia
por la prosperidad presente y futura de la nación.
Y
ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto —particularmente
entrañable— de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor limpio
entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez más
que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas
actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos
a que antes aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario
desde hace cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que no lo comprendían.
El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino
divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro
Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las
pequeñas actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino
que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en
el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano.
Ya lo sabéis, profesores, alumnos, y todos los que dedicáis vuestro quehacer a
la Universidad de Navarra: he encomendado vuestros amores a Santa María, Madre
del Amor Hermoso. Y ahí tenéis la ermita que hemos construido con devoción,
en el campus universitario, para que recoja vuestras oraciones y la
oblación de ese estupendo y limpio amor, que Ella bendice.
¿No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis
recibido de Dios, y que no os pertenecéis?. ¡Cuántas veces, ante la
imagen de la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una
afirmación gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos
vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios.
La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta
realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el
Espíritu Santo para establecer su morada..., ya no me pertenezco..., mi cuerpo
y mi alma —mi ser entero— son de Dios... Y esta oración será rica en
resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol
propone: glorificad a Dios en vuestro cuerpo.
Por
otra parte, no podéis desconocer que sólo entre los que comprenden y valoran
en toda su profundidad cuanto acabamos de considerar acerca del amor humano,
puede surgir esa otra comprensión inefable de la que hablará Jesús, que es un
puro don de Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a
ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno.
Debo
terminar ya, hijos míos. Os dije al comienzo que mi palabra querría anunciaros
algo de la grandeza y de la misericordia de Dios. Pienso haberlo cumplido, al
hablaros de vivir santamente la vida ordinaria: porque una vida santa en medio
de la realidad secular —sin ruido, con sencillez, con veracidad—, ¿no es
hoy acaso la manifestación más conmovedora de las magnalia Dei, de esas
portentosas misericordias que Dios ha ejercido siempre, y no deja de ejercer,
para salvar al mundo?
Ahora os pido con el salmista que os unáis a mi oración y a mi alabanza: magnificate
Dominum mecum, et extollamus nomen eius simul; engrandeced al Señor
conmigo, y ensalcemos su nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de
fe.
Tomemos el escudo de la fe, el casco de salvación y la espada del espíritu que
es la Palabra de Dios. Así nos anima el Apóstol San Pablo en la epístola a
los de Efeso, que hace unos momentos se proclamaba litúrgicamente.
Fe, virtud que tanto necesitamos los cristianos, de modo especial en este año
de la fe que ha promulgado nuestro amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI:
porque, sin la fe, falta el fundamento mismo para la santificación de la vida
ordinaria.
Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al mysterium fidei, a la
Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que
resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres.
Fe, hijos míos, para confesar que, dentro de unos instantes, sobre este ara, va
a renovarse la obra de nuestra Redención. Fe, para saborear el Credo
y experimentar, en torno a este altar y en esta Asamblea, la presencia de
Cristo, que nos hace cor unum et anima una, un solo corazón y una sola
alma; y nos convierte en familia, en Iglesia, una, santa, católica, apostólica
y romana, que para nosotros es tanto como universal.
Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo
esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los
hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María.
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