LUIS
MARIA GRIGNION DE MONTFORT
1673 - 1716.
Fiesta: 28 de abril
Nació
en 1673 en la aldea de Montfort, en Francia. Se educó en el colegio de la Compañía
de Jesús en Rennes. Se ordenó de sacerdote en 1700. Fundó una Congregación
de Sacerdotes, la «Compañía de María», para el ministerio de las misiones
populares, principalmente, y otra Congregación femenina, las «Hijas de la
Sabiduría».
Fue
un infatigable y abnegado misionero que con su misión directa del Romano Pontífice
evangelizó Bretaña y muchas otras regiones de Francia en una labor de muchos años,
en la que tuvo que sufrir muchas persecuciones, instigadas por el espíritu
jansenista que se había infiltrado en aquella época no sólo entre los fieles,
sino aún entre el clero y hasta en la misma jerarquía de la Iglesia de
Francia.
La
característica que más lo distingue en su predicación y marca de
espiritualidad fue la devoción a la Virgen Santísima, con modalidades tan
personales que hacen de él un caso sin igual en la espiritualidad mariana de
todos los tiempos.
Murió
santamente en 1716. Fue beatificado por León XIII y canonizado por Pío
XII.
La
espiritualidad de San Luis María de Montfort se basa en dos fundamentos:
1. Reproducir la imagen de Cristo Crucificado en nosotros.
2.
Hacerlo a través y por medio de nuestra consagración a María como esclavo de
amor.
En
otras palabras: Vivir la Cruz Redentora a través de María.
Toda
la vida de S. Luis fue centrada sobre un deseo: La adquisición de la
Sabiduría Eterna que es Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María.
Optó
por una condición radical de vida formulada como "La santa
esclavitud" o la esclavitud voluntaria de amor a la
Virgen Santísima para llevarnos a la de Cristo. A ella le entregamos cuerpo y
alma para que haga con nosotros lo que quiera pues todo lo que ella quiere es de
Dios. La Virgen, Gestora de Cristo, pasa a ser la que dispone de nosotros..
Es
una vía de perfección y unión, de ascética radical y de misticismo dentro
del corazón de María Santísima. Enseña que el alma abandonada en las manos
de la Madre es unida a la obediencia del Hijo. Esta entrega es total
cuando el alma se separa de todo apego terrenal y así es reengendrada en el
seno de María donde se encarnó Jesús. Llega a ser así perfecta imagen
de Dios quien escogió ser obediente hasta la Cruz.
San
Luis no ve en María una simple devoción piadosa y sentimental, sino una devoción
fundada en teología sólida, la cual proviene del misterio inefable de lo que
Dios ha optado realizar por su mediación y por su perfecta docilidad a esa
Su
Santidad Juan Pablo II es un gran devoto de Montfort. De el tomó su lema "Totus
Tuus" y se ha referido al santo en su encíclica Mariana Redemptoris
Mater y en muchas otras ocasiones. También visitó su tumba Saint Laurent
sur Sevre, añadiéndola al itinerario de su visita a Francia. Allí,
junto a la tumba sufrió un atentado, plantaron una bomba que fue descubierta
por la seguridad. Providencialmente, nada detuvo al Papá de honrar al santo que
tanto ama.
ESCRITOS
San Luis dio a la Iglesia las obras mas grandes que se han escrito sobre la Virgen Santísima: El Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen , el Secreto de la Virgen, y El Secreto del Rosario. A estos se añade "”A los amigos de la Cruz” La Iglesia ha reconocido sus libros como expresión auténtica de la doctrina eclesial. El Papa Pío XII, quién canonizó a San Luis dijo: "Son libros de enseñanza ardiente, sólida y autentica."
CONSAGRACION A MARIA
San Luis Maria Grignion de Montfort
Soy todo tuyo María
Virgen María, Madre mía
me consagro a tí y confío en tus manos
toda mi existencia.
Acepta mi pasado con todo lo que fue.
Acepta mi presente con todo lo que es.
Acepta mi futuro con todo lo que será.
Con esta total consagración
te confío cuanto tengo y cuanto soy,
todo lo que he recibido de Dios.
Te confío mi inteligencia,
mi voluntad, mi corazón.
Deposito en tus manos mi libertad;
mis ansias y mis temores;
mis esperanzas y mis deseos;
mis tristezas y mis alegrías.
Custodia mi vida y todos mis actos
para que le sea más fiel al Señor
y con tu ayuda alcance la salvación.
Te confío ¡Oh María! mi cuerpo y mis sentidos
para que se conserven puros
y me ayuden en el ejercicio de las virtudes.
Te confío mi alma
para que Tú la preserves del mal.
Hazme partícipe de una santidad
igual a la tuya:
Hazme conforme a Cristo,
ideal de mi vida.
Te confío mi entusiasmo
y el ardor de mi juventud,
para que Tú me ayudes a no envejecer en la fe.
Te confío mi capacidad y deseos de amar,
enséñame y ayúdame a amar
como Tú has amado y como Jesús quiere que se ame.
Te confío mis incertidumbres y angustias,
para que en tu corazón yo encuentre
seguridad, sostén y luz,
en cada instante de mi vida.
Con esta consagración
me comprometo a imitar tu vida.
Acepto las renuncias y sacrificios
que esta elección comporta,
y te prometo, con la gracia de Dios
y con tu ayuda,
ser fiel al compromiso asumido.
Oh María, soberana de mi vida
y de mi conducta
dispón de mí y de todo lo que me pertenece,
para que camine siempre junto al Señor
bajo tu mirada de Madre.
¡Oh María!
soy todo tuyo
y todo lo que poseo te pertenece
ahora y siempre.Amen
El
gran apóstol mariano San Luis María Grignion de Montfort afirma que, aun
cuando nos encontrásemos al borde del abismo o con un pie en el infierno; aun
cuando estuviésemos endurecidos y obstinados en el mal, tarde o temprano nos
convertiremos y salvaremos, si rezamos devotamente todos los días el Santo
Rosario, hasta la muerte, para conocer la verdad y tener contrición y perdón
de nuestros pecados.
Por
lo menos un Rosario
San Luis María Grignion de Montfort insiste: "Sabios e ignorantes, justos y pecadores, grandes y pequeños, alaben y saluden, día y noche con el Santo Rosario a Jesús y a María. Rezad todos los días, con devoción, por lo menos un Rosario, y estaréis ofreciendo una corona de rosas a Jesús y María" .
LOS AMIGOS DE LA
CRUZ de
San Luis María Grignión de Montfort PROLOGO La divina cruz me tiene escondido y me prohíbe hablar.
No me es posible -y tampoco lo deseo- dirigiros la palabra a fin de
manifestaros los sentimientos de mi corazón sobre la excelencia de la
cruz y las prácticas de vuestra unión en la cruz adorable de
Jesucristo. No obstante, hoy, último día de mi retiro, salgo -por
así decirlo- del encanto de mi interior para estampar en este papel
algunos dardos de la cruz a fin de traspasar con ellos vuestros
corazones. ¡Ojalá que para afilarlos sólo hiciera falta la sangre de
mis venas en vez de la tinta de mi pluma! Pero, ¡ay!, aun cuando fuera
necesaria, es demasiado criminal. ¡Sea, por tanto, el Espíritu de Dios
vivo como la vida, fuerza y contenido de esta carta! ¡Sea su unción
como la tinta! ¡Sea la adorable cruz mi pluma, y vuestro corazón, el
papel! Los
Amigos de la Cruz Estáis unidos vigorosamente, Amigos de la Cruz, como
otros tantos soldados del Crucificado, para combatir el mundo. No huís
de él, como los religiosos y religiosas, por miedo a ser vencidos, sino
que avanzáis como intrépidos y valerosos guerreros en el campo de
batalla, sin retroceder un solo paso ni huir cobardemente. ¡Animo! ¡Luchad
con valentía! Uníos fuertemente; la unión de los espíritus y de los
corazones es mucho más fuerte y terrible al mundo y al infierno de lo
que lo serían los ejércitos de un reino bien unido para los enemigos
del Estado. Los demonios se unen para perderos: uníos para derribarlos.
Los avaros se unen para negociar y acaparar oro y plata: unid vuestros
esfuerzos para conquistar los tesoros de la eternidad contenidos en la
cruz. Los libertinos se unen para divertirse: uníos para sufrir. Grandeza
del nombre de Amigos de la Cruz Os llamáis Amigos de la Cruz. ¡Qué nombre tan
glorioso! Os confieso que me encanta y deslumbra. Es más brillante que
el sol, más alto que los cielos, más glorioso y magnífico que los
mayores títulos de reyes y emperadores. Es el nombre excelso de
Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Es el nombre sin equivoco de un
cristiano. ***** Pero si su brillo me encanta, no es menos cierto que e
espanta. ¡Cuántas obligaciones ineludibles y difíciles encierra este
nombre! El Espíritu Santo las expresa con estas palabras: Linaje
elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios
(1 Pe. 2,9). Un Amigo de la Cruz es un hombre escogido por Dios, entre
diez mil personas que viven según los sentidos y la sola razón, para
ser un hombre totalmente divino, que supere la razón y se oponga a los
sentidos con una vida y una luz de pura fe y un amor vehemente a la
cruz. Un Amigo de la Cruz es un rey todopoderoso, un héroe que
triunfa del demonio, del mundo y de la carne en sus tres
concupiscencias. Al amar las humillaciones, arrolla el orgullo de Satanás.
Al amar la pobreza, triunfa de la avaricia del mundo. Al amar el dolor,
mortifica, la sensualidad de la carne. Un Amigo de la Cruz es un hombre santo y apartado de todo
lo visible. Su corazón se eleva por encima de todo lo caduco y
perecedero. Su conversación está en los cielos. Pasa por esta tierra
como extranjero y peregrino, sin apegarse a ella; la mira de reojo, con
indiferencia, y la huella con desprecio. Un Amigo de la Cruz es una conquista señalada de
Jesucristo, crucificado en el Calvario en unión con su santísima
Madre. Es un «Benoni» o Benjamín, nacido de su costado traspasado y
teñido con su sangre. A causa de su origen sangriento, no respira sino
cruz, sangre y muerte al mundo, a la carne y al pecado, a fin de vivir
en la tierra oculto en Dios con Jesucristo. Por fin, un Amigo de la Cruz es un verdadero
porta-Cristo, o mejor, es otro Cristo, que puede decir con toda verdad: Ya
no vivo yo, vive en mi Cristo (Gal. 2,20). Queridos Amigos de la Cruz, ¿obráis en conformidad con
lo que significa vuestro grandioso nombre? ¿Tenéis, por lo menos,
verdadero deseo y voluntad sincera de obrar así, con la gracia de Dios,
a la sombra de la cruz del Calvario y de Nuestra Señora de los Dolores?
¿Utilizáis los medios necesarios para conseguirlo? ¿Habéis entrado
en el verdadero camino de la vida, que es el sendero estrecho y espinoso
del Calvario? ¿No camináis, sin daros cuenta, por el sendero ancho del
mundo, que conduce a la perdición? ¿Sabéis que existe un camino que
al hombre le parece recto y seguro, pero lleva a la muerte? ¿Sabéis distinguir con certeza
entre la voz de Dios y su gracia y la del mundo y de la naturaleza? ¿Percibís
con claridad la voz de Dios, nuestro Padre bondadoso, quien -después de
maldecir por tres veces a todos los que siguen las concupiscencias del
mundo: ¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra! (Ap. 8,13)-
os grita con amor, tendiéndonos los brazos: Apartaos, pueblo mío
escogido, queridos amigos de la cruz de mi Hijo; apartaos de los
mundanos, a quienes maldice mi Majestad, excomulga mi Hijo y condena mi
Espíritu Santo? ¡Cuidado con sentaros en su cátedra pestilente! ¡No
acudáis a sus reuniones! ¡No os detengáis en sus caminos! ¡Huid de
la populosa e infame Babilonia! ¡Escuchad tan sólo la voz de mi Hijo
predilecto y seguid sus huellas! Yo os lo di para que sea camino,
verdad, vida y modelo vuestro: Escuchadle. ¿Escucháis la voz del amable
Jesús? El, cargado con la cruz, os grita: Veníos conmigo. El que
me sigue no andará en tinieblas. ¡Animo, que yo he vencido al mundo!
(Jn 8,12; 16,33). Los
dos bandos Queridos hermanos, ahí tenéis los dos bandos
con los que a diario nos encontramos: el de Jesucristo y el del mundo. A la derecha, el de nuestro amable Salvador. Sube por un camino estrecho y
angosto como nunca a causa de la corrupción del mundo. El buen Maestro
va delante, descalzo, la cabeza coronada de espinas, el cuerpo
ensangrentado y cargado con una pesada cruz. Sólo le sigue un puñado de personas -si bien las más
valientes-, ya que su voz es tan delicada que no se la puede oír en
medio del tumulto del mundo o porque se carece del valor necesario para
seguirlo en la pobreza, los dolores y humillaciones y demás cruces que
es preciso llevar para servir al Señor todos los días. A la izquierda, el bando del mundo o del demonio. Es el más nutrido, el más
espléndido y brillante -al menos, en apariencia.- Lo más selecto del
mundo corre hacia él. Se apretujan, aunque los caminos son anchos y más
espaciosos que nunca, a causa de las multitudes que, igual que
torrentes, transitan por ellos. Están sembrados de flores, bordados de
placeres y diversiones, cubiertos de oro y plata. A la derecha, el pequeño rebaño que sigue a Cristo habla sólo de lágrimas,
penitencias, oraciones y menosprecio del mundo. Se oyen continuamente
estas palabras, entrecortadas por sollozos: «Sufrimientos, lágrimas,
ayunos, oraciones, olvidos, humillaciones, pobreza, mortificaciones.
Pues el que no tiene el espíritu de Cristo -que es espíritu de cruz-
no es de Cristo. Los que son del Mesías han crucificado sus bajos
instintos con sus pasiones y deseos. (Gal.. 15,24). O somos imagen
viviente de Jesucristo o nos condenamos. ¡Animo!, gritan. ¡Animo!
Si Dios está por nosotros, en nosotros y delante de nosotros, ¿quién
estará contra nosotros? El que está en nosotros es más fuerte que el
que está en el mundo. Un criado no es más que su amo. Una
momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria.
El número de los elegidos es menor de lo que se piensa. Sólo los
esforzados y violentos arrebatan el cielo. Tampoco un atleta recibe
el premio si no compite conforme al reglamento (2 Tim. 2,5),
conforme al Evangelio y no según la moda. ¡Luchemos, pues, con valor!
¡Corramos de prisa para alcanzar la meta y ganar la corona!» Son
algunas de las expresiones con las cuales se animan unos a otros los
Amigos de la Cruz. ***** Los mundanos, al contrario, para incitarse a perseverar
en su malicia sin escrúpulos, gritan todos los días: «¡Vivir! ¡Vivir!
¡Paz! ¡Paz! ¡Alegría! ¡Comamos, bebamos, cantemos, bailemos,
juguemos! Dios es bueno y no nos creó para condenarnos. Dios no prohíbe
las diversiones. No nos condenaremos por eso. ¡Fuera escrúpulos! No
moriréis ... » (Gen. 3,4). Acordaos, queridos cofrades, de que el buen Jesús os está
mirando y os dice a cada uno en particular: «Casi todos me abandonan en
el camino real de la cruz. Los idólatras, enceguecidos, se burlan de mi
cruz como si fuera una locura; los judíos, en su obstinación, se
escandalizan de ella como si fuera un objeto de horror; los herejes la
destrozan y derriban como cosa despreciable. Pero -y esto lo digo con
los ojos arrasados en lágrimas y el corazón traspasado de dolor- mis
hijos, criados a mis pechos e instruidos en mi escuela, mis propios
miembros, vivificados por mi Espíritu, me han abandonado y despreciado,
haciéndose enemigos de mi cruz. ¿También vosotros queréis
marcharos? (Jn 6,67) ¿También vosotros queréis abandonarme,
huyendo de mi cruz, igual que los mundanos, que en esto son otros tantos
anticristos? ¿Queréis -para conformaros a este siglo-
despreciar la pobreza de mi cruz para correr tras la riquezas; esquivar
los dolores de mi cruz para buscar los placeres; odiar las humillaciones
de mi cruz para codiciar los honores? Tengo aparentemente muchos amigos
que aseguran amarme, pero en el fondo me aborrecen, porque no aman mi
cruz. Tengo muchos amigos de mi mesa y muy pocos de mi cruz». Ante llamada tan amorosa de Jesús, superémonos a
nosotros mismos. No nos dejemos arrastrar por nuestros sentidos -como
Eva-. Miremos solamente al autor y consumador de nuestra fe, Jesucristo
crucificado. Huyamos de la corrupción que por la concupiscencia existe
en el mundo corrompido. Amemos a Jesucristo como se merece, es decir,
llevando la cruz en su seguimiento. Meditemos detenidamente estas
admirables palabras de nuestro amable Maestro, pues encierran toda la
perfección cristiana: El que quiera venirse conmigo, que reniegue
de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24; Lc.
9,23). Prácticas
de la perfección cristiana En efecto, toda la perfección cristiana consiste: 1. En querer ser santo: El que quiera
venirse conmigo, 2. En abnegarse: Que reniegue de sí
mismo, 3. En padecer: Que cargue con su cruz 4. En obrar: Y me siga. 1.
«El que quiera venirse conmigo» El que
quiera. Y no los que quieran, para
indicar el reducido número de los elegidos que quieren conformarse a
Jesucristo llevando la cruz. Es tan limitado, tan limitado este número,
que, si lo conociéramos, quedaríamos pasmados de dolor. Es tan reducido, que apenas si hay uno por cada diez mil
-como fue revelado, a varios santos, entre ellos a San Simón Estilita,
según refiere el santo abad Nilo después de San Efrén, San Basilio y
otros más-. Es tan reducido, que, si Dios quisiera agruparlos, tendría
que gritarles, como en otro tiempo, por boca de un profeta: Congregaos
uno a uno; uno de esta provincia, otro de aquel país. El que quiera. El que
tenga voluntad sincera, voluntad firme y resuelta. Y esto no por
instinto natural, rutina, egoísmo, interés o respeto humano, sino por
la gracia triunfante del Espíritu Santo, que no se comunica a todos: No
a todos ha sido dado conocer el misterio. El conocimiento práctico
del misterio de la cruz se comunica a muy pocos. Para que alguien suba
al Calvario y se deje crucificar con Jesucristo, en medio de los suyos,
es necesario que sea un valiente, un héroe, un decidido, un amigo de
Dios; que haga trizas al mundo y al infierno, a su cuerpo y a su propia
voluntad; un hombre resuelto a sacrificarlo todo, emprenderlo y
padecerlo todo por Jesucristo. Sabed, queridos Amigos de la Cruz, que aquellos de entre
vosotros que no tienen tal determinación andan sólo con un pie, vuelan
sólo con un ala y no son dignos de estar entre vosotros, pues no
merecen llamarse Amigos de la Cruz, a la que hay que amar, como
Jesucristo, con corazón generoso y de buena gana. Una voluntad
a medias -lo mismo que una oveja sarnosa- basta para contagiar todo el
rebaño. Si una de éstas hubiera entrado en el redil por la falsa
puerta de lo mundano, echadla fuera en nombre de Jesucristo, como al
lobo de entre las ovejas. El que quiera venirse conmigo, que me humillé y anonadé tanto
que parezco más gusano que hombre: Yo soy un gusano, no un hombre
(Salmo 22,7); conmigo, que vine al mundo solamente para abrazar la cruz:
Aquí esto y; para enarbolarla en medio de mi corazón, en
las entrañas; para amarla desde mi juventud: la quise desde
muchacho; para suspirar por ella toda mi vida: ¡Qué más
quiero!; para llevarla con alegría, prefiriéndola a todos los
goces y delicias del cielo y de la tierra: En vez del gozo que se le
ofrecía, soportó la cruz (Heb 12,2); conmigo, finalmente, que no
encontré el gozo colmado sino cuando pude morir en sus brazos divinos. 2.
«Que reniegue de sí mismo» El que quiera, pues, venirse
conmigo, anonadado y crucificado en esta forma, debe, a imitación mía,
gloriarse sólo en la pobreza, las humillaciones y padecimientos de mi
cruz: que reniegue de sí mismo. ¡Lejos de la compañía de los
Amigos de la Cruz los que sufren orgullosamente, los sabios según el
siglo, los grandes genios y espíritus agudos, henchidos y engreídos de
sus propias luces y talentos! ¡Lejos de aquí los grandes charlatanes,
que aman mucho el ruido, sin otro fruto que la vanidad! ¡Lejos de aquí
los devotos orgullosos, que hacen resonar en todas partes el «en cuanto
a mí» del orgulloso Lucifer: No soy como los demás: que no
pueden soportar que los censuren, sin excusarse; que los ataquen, sin
defenderse; que los humillen, sin ensalzarse! ¡Mucho cuidado! No admitáis en
vuestras filas a esas personas delicadas y sensuales que rehuyen la
menor molestia, que gritan y se quedan ante el más leve dolor, que jamás
han experimentado los instrumentos de penitencia -cadenilla, cilicio,
disciplina, etc.- y que mezclan a sus devociones, según la moda, la más
solapada y refinada sensualidad y falta de mortificación. 3.
«Que cargue con su cruz» Que cargue
con su cruz. ¡La suya propia! Que ese tal, ese hombre, esa mujer
excepcional que toda la tierra no alcanzaría a pagar, cargue con alegría,
abrace con entusiasmo y lleve con valentía sobre sus hombros la propia
cruz y no la de otro: -la cruz, que mi Sabiduría le fabricó con número,
peso y medida; -la cruz cuyas dimensiones: espesor, longitud, anchura y
profundidad, tracé por mi propia mano con extraordinaria perfección;
-la cruz que le he fabricado con un trozo de la que llevé al Calvario,
como fruto del amor infinito que le tengo; -la cruz, que es el mayor
regalo que puedo hacer a mis elegidos en este mundo; -la cruz,
constituida, en cuanto a su espesor, por la pérdida de bienes,
las humillaciones, menosprecios, dolores, enfermedades y penalidades
espirituales que, por permisión mía, le sobrevendrán día a día
hasta la muerte; -la cruz, constituida, en cuanto a su longitud,
por una serie de meses o días en que se verá abrumado de calamidades,
postrado en el lecho, reducido a mendicidad, víctima de tentaciones,
sequedades, abandonos y otras congojas espirituales; -la cruz,
constituida, en cuanto a su anchura, por las circunstancias más
duras y amargas de parte de sus amigos, servidores o familiares; -la
cruz, constituida, por último, en cuanto a su profundidad, por
las aflicciones más ocultas con que le atormentaré, sin que pueda
hallar consuelo en las criaturas. Estas, por orden mía, le volverán
las espaldas y se unirán a mí para hacerle sufrir. Que cargue. Que la
cargue: que no la arrastre, ni la rechace, ni la recorte, ni la oculte.
En otras palabras, que la lleve con la mano en alto, sin Impaciencia ni
repugnancia, sin quejas ni criticas voluntarias, sin medias tintas ni
componendas, sin rubor ni respeto humano. Que la cargue. Que la lleve estampada en la frente, diciendo como San Pablo: Lo
que es a mí, Dios me libre de gloriarme más que de la cruz de nuestro
Señor Jesucristo (Gal. 6,14), mi Maestro. Que la lleve a cuestas, a ejemplo de Jesucristo, para que
la cruz sea el arma de sus conquistas y el cetro de su imperio. Por último, que la plante en su corazón por el amor,
para transformarla en zarza ardiente, que día y noche se abrase en el
puro amor de Dios, sin que llegue a consumirse. La cruz. Que cargue con la cruz, puesto que nada hay tan necesario,
tan útil, tan dulce ni tan glorioso como padecer algo por Jesucristo. «Nada
tan necesario» Para los
pecadores En realidad, queridos Amigos de la Cruz, todos sois
pecadores. No hay nadie entre vosotros que no merezca el infierno -Y yo
más que ninguno-. Nuestros pecados tienen que ser castigados en este
mundo o en el otro. Sino lo son en éste, lo serán en el otro. Si Dios los castiga en este mundo, de acuerdo con
nosotros, el castigo se) á amoroso. En efecto, nos castigará su
misericordia, que reina en este mundo, y no su rigurosa justicia; será
un castigo ligero y pasajero, acompañado de dulzura y méritos y
seguido de recompensas en el tiempo y en la eternidad. Pero, si el castigo que merecen los pecados cometidos
queda reservado para el otro mundo, la justicia inexorable de Dios --que
todo lo lleva a sangre y fuego- ejecutará la condena... ***** Queridos hermanos y hermanas: ¿pensamos en esto cuando
padecemos alguna pena en este mundo? ¡Qué suerte la que tenemos! Pues,
al llevar esta cruz con paciencia, cambiamos una pena eterna e
infructuosa por una pena pasajera y meritoria. ¡Cuántas deudas nos
quedan por pagar! ¡Cuántos pecados cometidos! Para expiar por ellos, aún
después de una amarga contrición y una confesión sincera, tendremos
que padecer en el purgatorio por habernos conformado con unas
penitencias bien ligeras durante esta vida. ¡Ah! Cancelemos, pues,
amistosamente nuestras deudas en esta vida llevando bien nuestra cruz.
En la otra vida, todo se paga hasta el último céntimo, hasta la menor
palabra ociosa. Si lográramos arrancar de manos M demonio el libro de
muerte, en el que lleva anotados todos nuestros pecados y el castigo que
merecen, ¡que debe tan enorme hallaríamos! ¡Y qué encantados quedaríamos
de padecer durante años enteros en esta vida antes que sufrir un solo día
en la otra! ***** Para los amigos de Dios Amigos de la Cruz: ¿no os preciáis de ser amigos de
Dios o de querer llegar a serlo? Decidíos, pues, a beber el cáliz que
es preciso apurar para ser amigos de Dios: Bebieron el cáliz del Señor,
y llegaron a ser amigos de Dios. Benjamín -el mimado- halló la
copa, mientras que sus hermanos sólo hallaron trigo. El discípulo
predilecto de Jesús poseyó su corazón, subió al Calvario y bebió el
cáliz: ¿Podéis beber el cáliz? Excelente cosa es desear la
gloria de Dios. Pero desearla y pedirla sin decidirse a padecerlo todo
es una locura y una petición extravagante: No sabéis lo que pedís.
Tenemos que pasar mucho... Si, es una necesidad, algo
indispensable. Tenemos que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios
(Hech. 14,22). ***** Para los hijos de Dios Con razón os gloriáis de ser hijos de Dios. Gloriaos
asimismo de los azotes que este Padre bondadoso os ha dado y dará, pues
da azotes a todos sus hijos. Si no sois del número de sus hijos
predilectos, ¡qué desgracia, qué maldición! Pues pertenecéis al número
de los réprobos, como dice San Agustín. «Quien no gime en este mundo
como peregrino y extranjero, no puede alegrarse en el otro como
ciudadano del cielo» -añade el mismo santo-. Si Dios Padre no os envía,
de vez en cuando, alguna cruz importante, es señal de que no se
preocupa de vosotros. Está enfadado y os considera como extraños y
ajenos a su casa y protección. O como hijos bastardos, que no merecen
tener par e en la herencia de su padre ni tampoco son dignos de sus
cuidados y correcciones. Para los discípulos de un Díos
crucificado Amigos de la Cruz, discípulos de un Dios crucificado: el
misterio de la cruz es un misterio ignorado por los gentiles, rechazado
por los judíos, menospreciado por los herejes y malos cristianos. Pero
es el gran misterio que tenéis que aprender en la práctica, en la
escuela de Jesucristo. Solamente en su escuela lo podéis aprender. En
vano rebuscaréis en todas las academias de la Antigüedad algún filósofo
que lo haya enseñado. En vano consultaréis la luz de los sentidos y de
la razón. Sólo Jesucristo puede enseñaros y haceros saborear ese
misterio por su gracia triunfante. Adiestraos, pues, en esta sobre eminente ciencia bajo la
dirección de tan excelente Maestro, y poseeréis todas las demás
ciencias, ya que ésta las encierra a todas en grado eminente. Ella es
nuestra filosofía natural y sobrenatural, nuestra teología divina y
misteriosa, nuestra piedra filosofal, que -por la paciencia- cambia los
metales más toscos en preciosos; los dolores más agudos, en delicias;
la pobreza, en riqueza; las humillaciones más profundas, en gloria. Aquel de vosotros que sepa llevar mejor su cruz -aunque,
por otra parte, sea un analfabeto-, es más sabio que todos los demás. Escuchad al gran San Pablo, que, al bajar del tercer
cielo -donde aprendió misterios escondidos a los mismos ángeles-,
exclama que no sabe ni quiere saber nada fuera de Jesucristo
crucificado. ¡Alégrate, pues, tú, pobre ignorante; tú, humilde mujer
sin talento ni letras; si sabes sufrir con alegría, sabes más que un
doctor de la Sorbona que no sepa sufrir tan bien como tú! Para los miembros de Jesucristo Sois miembros de Jesucristo. ¡Qué honor! Pero ¡qué
necesidad tan imperiosa de padecer implica el serio! Si la Cabeza está
coronada de espinas, ¿lo serán de rosas los miembros? Si la Cabeza es
escarnecida y cubierta de lodo camino del Calvario, ¿querrán los
miembros vivir perfumados y en un trono de gloria? Si la Cabeza no tiene
donde reclinarse, ¿descansarán los miembros entre plumas y edredones!
¡Eso sería monstruosidad inaudita! ¡No, no, mis queridos Compañeros
de la Cruz! No os hagáis ilusiones. Esos cristianos que veis por todas
partes trajeados a la moda, en extremo delicados, altivos y engreídos
hasta el exceso, no son los verdaderos discípulos de Jesús
crucificado. Y, si pensáis lo contrario, estáis afrentando a esa
Cabeza coronada de espinas y a la verdad de¡ Evangelio. ¡Válgame
Dios! ¡Cuántas caricaturas de cristianos que pretenden ser miembros de
Jesucristo, cuando en realidad son sus más alevosos perseguidores,
porque mientras hacen con la mano la señal de la cruz, son sus enemigos
en el corazón! Si os preciáis de ser guiados por el mismo espíritu de
Jesucristo y vivir la misma vida de quien es vuestra Cabeza coronada de
espinas, no esperéis sino abrojos, azotes, clavos; en una palabra,
cruz. Pues es necesario que el discípulo sea tratado como el Maestro,
los miembros como la Cabeza. Y, si el cielo os ofrece -como a Santa
Catalina de Siena- una corona de espinas y otra de rosas, escoged sin
vacilar la de espinas y hundidla en vuestra cabeza para asemejaros a
Jesucristo. ***** Para los templos del Espíritu Santo Sabéis que sois templos vivos del Espíritu Santo. Como
otras tantas piedras vivas, tenéis que ser colocados por ese Dios de
amor en el templo de la Jerusalén celestial. Disponeos, pues, para ser
labrados, cercenados, cincelados por el martillo de la cruz. De lo
contrario, quedaréis como piedras toscas, que no sirven para nada, se
desprecian y arrojan lejos. ¡Cuidado con resistir al martillo que os
golpea! ¡Cuidado con oponeros al cincel que os labra, a la mano que os
pule! ¡Tal vez ese diestro y amoroso arquitecto desea convertiros en
una de las piedras principales de su edificio eterno, en uno de los
retablos más hermosos de su reino celestial! Dejadle actuar; os quiere,
sabe lo que hace tiene experiencia, cada uno de sus golpes es acertado y
amoroso, no da ninguno en falso, a no ser que vuestra impaciencia lo
inutilice. El Espíritu Santo compara la cruz: -unas veces, a una
criba que separa el buen grano de la paja y la hojarasca: dejaos sacudir
y zarandear como el grano en la criba, sin oponer resistencia; estáis
en la criba del Padre de familia, y pronto estaréis en su granero;
-otra veces, la compara al fuego, que quita el orín al hierro mediante
la viveza de sus llamas: nuestro Dios es un fuego devorador; mediante la
cruz, permanece en e¡ alma para purificarla, sin consumirla, como en
otro tiempo en la zarza ardiente; -otras veces, la compara al crisol de
una fragua, donde el oro auténtico queda refinado, mientras el falso se
desvanece en humo: el bueno sufre con paciencia la prueba del fuego,
mientras el malo se eleva hecho humo contra las llamas. En el crisol de
la tribulación y de la tentación, los auténticos Amigos de la Cruz se
purifican mediante la paciencia, mientras que los enemigos se desvanecen
en humo a causa de sus impaciencias y murmuraciones. ***** Hay que sufrir como los santos Mirad, Amigos de la Cruz; mirad delante de vosotros una
inmensa nube de testigos. Sin decir palabra, prueban cuanto os tengo
dicho. Ved desfilar ante vosotros un Abel justo y muerto por su hermano;
un Abrahán justo y extranjero en la tierra; un Lot justo y arrojado de
su país; un Jacob justo y perseguido por su hermano; un Tobías justo y
afligido de ceguera; un Job justo y empobrecido, humillado y hecho una
llaga de pies a cabeza. Mirad a tantos apóstoles y mártires teñidos con su
propia sangre; a tantas vírgenes y confesores empobrecidos, humillados,
arrojados, despreciados. Todos ellos exclaman con San Pablo: Mirad a
nuestro bondadoso Jesús, el autor y consumador de la fe que
tenemos en él y en su cruz., Tuvo que padecer para entrar, por la cruz,
en su gloria. Mirad, al lado de Jesús, una espada afilada, que penetra
hasta el fondo en el tierno e inocente corazón de María, que nunca
tuvo pecado alguno, ni original ni actual. ¡Lástima que no pueda
extenderme aquí sobre los padecimientos de Jesús y Maria, para hacer
ver que lo que sufrimos no es nada en comparación con lo que ellos
sufrieron! Después de esto, ¿quién de nosotros podrá eximirse de
llevar su cruz? ¿Quién no volará con presteza a los parajes donde
sabe que le espera la cruz? ¿Quién no exclamará con San Ignacio Mártir:
«¡Que el fuego, la horca, las bestias y los tormentos todos del
demonio vengan sobre mí para que yo pueda gozar de Jesucristo!» ***** ... o como réprobos Pero, en fin, si no queréis sufrir con paciencia y
llevar vuestra cruz con resignación, como los predestinados, tendréis
que llevarla entre murmullos e impaciencias, como los réprobos. Os
pareceréis a aquellos dos animales que arrastraban el arca de la
alianza mugiendo. Imitaréis a Simón Cirineo, quien, a pesar
suyo, echó mano a la cruz misma de Jesucristo, pero no cesaba de
murmurar mientras la llevaba. En fin, os sucederá lo que al mal ladrón,
quien desde lo alto de la cruz se precipitó al fondo de los abismos. ¡No, no! Esta tierra maldita
donde vivimos no cría hombres felices. No se ve muy bien en este país
de tinieblas. No se está muy seguro en este mar borrascoso. No se
pueden evitar los combates en este lugar de tentaciones y en este campo
de batalla. No es posible evitar los pinchazos en esta tierra cubierta
de espinas. De buen grado o por fuerza, los predestinados y los réprobos
han de llevar su cruz. Tened presente estos cuatro versos: Escógete
una cruz de las tres del Calvario; padecer
como santo o como penitente, Lo que significa que, si no queréis sufrir con alegría,
como Jesucristo; o con paciencia, como el buen ladrón, tendréis que
sufrir, mal que os pese, como el mal ladrón; tendréis que apurar hasta
las heces el cáliz más amargo, sin ningún consuelo de la gracia;
tendréis que llevar todo el peso de vuestra cruz sin la ayuda poderosa
de Jesucristo. Además, tendréis que llevar el peso inevitable que el
demonio añadirá a vuestra cruz por la impaciencia a la que os
arrastrará. Así, después de haber sido unos desgraciados en esta
tierra -como el mal ladrón-, iréis a reuniros con él en las llamas. «Nada
tan útil ni tan dulce» Por el contrario, si sufrís
como conviene, la cruz se os hará yugo muy suave, que Jesucristo llevará
con vosotros. La cruz vendrá a ser como las dos alas del alma que se
eleva al cielo; vendrá a ser el mástil de la nave que os llevará al
puerto de la salvación feliz y fácilmente. Llevad vuestra cruz con paciencia; esta cruz,
bien llevada, os alumbrará en vuestras tinieblas espirituales, pues quien
no ha sido probado por la tentación, sabe bien poco (Eclo. 34). Llevad vuestra cruz con alegría, y os veréis
abrasados en el amor divino, pues sin
cruces ni dolor Las rosas se recogen entre espinas. Sólo la cruz
alimenta el amor de Dios, como leña el fuego. Recordad esta hermosa
sentencia de la Imitación de Cristo: «Cuanta violencia os hagáis
sufriendo con paciencia, tanto progresaréis en el amor divino». Nada importante se puede esperar de esos cristianos
indolentes y perezosos que rehúsan la cruz cuando les llega y que jamás
se buscan prudentemente alguna por su cuenta. Son tierra inculta, que no
producirá sino espinas, por no haber sido roturada, desmenuzada y
removida por un experto labrador. Son como aguas encharcadas, que no
sirven para lavar ni para beber. Llevad vuestra cruz con alegría. Encontraréis en ella
una fuerza victoriosa, a la cual ningún enemigo vuestro podrá
resistir; una dulzura encantadora, con la cual nada se puede comparar. Sí,
hermanos, sabed que el verdadero paraíso terrenal consiste en sufrir
algo por Jesucristo. Preguntad a todos los santos. Os contestarán que
jamás gozaron tanto ni sintieron mayores delicias en el alma como en
medio de sus mayores tormentos. «Vengan sobre mí todos los tormentos
del demonio», decía San Ignacio Mártir. «O padecer o morir», decía
Santa Teresa. «No morir, sino padecer», decía Santa Magdalena de
Pazzi. «Padecer y ser despreciado por ti», decía San Juan de la Cruz.
Y tantos otros hablaron el mismo lenguaje, como leemos en sus biografías. Confiad en Dios, carísimos hermanos. Cuando padecemos
con alegría y por Dios, la cruz se convierte en objeto de toda clase de
alegrías para toda clase de personas, dice el Espíritu Santo. La alegría
de la cruz es mayor que la del pobre que se ve colmado de toda clase de
riquezas. Es mayor que la del mercader que gana millones. Mayor que la
del general que lleva su ejército a la victoria. Mayor que la de los
prisioneros que se ven liberados de sus cadenas. En fin, imaginad las
mayores alegrías de esta tierra: todas quedan superadas por la alegría
de una persona crucificada que sepa sufrir bien. «Nada
tan glorioso» Regocijaos, pues, y saltad de
alegría cuando Dios os regale alguna cruz. Porque, sin daros cuenta, lo
más valioso que existe en el cielo y en el mismo Dios recae sobre
vosotros. ¡Magnífico regalo de Dios es la cruz! De entenderlo,
encargarías misas, harías novenas en los sepulcros de los santos,
emprenderías largas peregrinaciones -como lo hicieron los santos- para
obtener del cielo este regalo divino. El mundo llama locura, infamia, necedad, indiscreción,
imprudencia; dejad hablar a esos ciegos. Su ceguera -que les lleva a
juzgar humanamente de la cruz, muy al revés de lo que es en realidad-
forma parte de nuestra gloria. Cada vez que nos proporcionan alguna cruz
por sus desprecios y persecuciones, nos regalan joyas, nos elevan al
trono y nos coronan de laureles. Pero ¿qué estoy diciendo? Todas las riquezas, los
honores, los cetros; todas las coronas brillantes de los potentados y
emperadores, no se pueden comparar con la gloria de la cruz, dice San
Juan Crisóstomo. Supera la gloria del apóstol y del escritor sagrado.
Este santo varón, iluminado por el Espíritu Santo, añade: «Si me
fuera dado, dejaría gustoso el cielo para padecer por el Dios del
cielo. A los tronos del imperio, prefiero las cárceles y las mazmorras.
Me apetecen más las mayores cruces que la gloria de los serafines.
Aprecio menos el don de milagros -con el cual se domina a los demonios,
se desatan los elementos, se detiene al sol, se da vida a los muertos-
que el honor de sufrir. San Pedro y San Pablo son más gloriosos en sus
calabozos, con los grillos en los pies, que cuando son arrebatados al
tercer cielo y reciben las llaves del paraíso». En efecto, ¿no dio la cruz a Jesucristo el Nombre
sobre-todo-nombre, de modo que, al nombre de Jesús, toda rodilla se
doble en el cielo, en la tierra y en el abismo? (Fil. 2, 9-10) Tan
grande es la gloria de una persona que sabe sufrir, que el cielo, los ángeles,
los hombres y el mismo Dios del cielo la contemplan con alegría, como
el espectáculo más glorioso. Si los santos tuvieran algún deseo, sería
el de volver a la tierra para llevar algunas cruces. Ahora bien, si ya en la tierra es tan grande la gloria de
la cruz, ¿cuál no será la que adquiera en el cielo? ¿Quién explicará
y entenderá jamás la riqueza eterna de gloria (2 Cor. 4, 17)
que nos consigue el llevar la cruz como se debe por un corto instante?
¿Quién entenderá la gloria que se adquiere para el cielo en un año y
-a veces- en toda una vida de cruces y dolores? Por cierto, queridos Amigos de la Cruz, el cielo os
prepara para algo grande -dice un gran santo-, ya que el Espíritu Santo
os une tan estrechamente en una cosa, que todo el mundo huye con tanto
cuidado. No cabe duda: Dios quiere formar tantos santos y santas cuantos
Amigos de la Cruz existen, si permanecéis fieles a vuestra vocación,
si lleváis vuestra cruz como se debe, es decir, como la llevó
Jesucristo. 4.
«Y me siga» Pero no basta sufrir, el demonio
y el mundo tienen sus mártires. Hay que sufrir y llevar la cruz en pos
de Jesucristo: ¡me siga! Es decir, hay que llevar la cruz como
la llevó él. Para lograrlo, he aquí las reglas que debéis guardar: Las catorce reglas No buscarte cruces 1. No os busquéis cruces de propósito y por
cuenta propia. No hay que hacer el mal para que se logre el bien. Sin
inspiración especial, no hay que hacer las cosas mal, para atraerse el
desprecio de los hombres. Sino imitar a Jesucristo, de quien se dijo: ¡Qué
bien lo hace todo! (Mc. 7,37) No se debe obrar por amor propio o
vanidad, sino para agradar a Dios y convertir al prójimo. Si os dedicáis
a cumplir con vuestros deberes lo mejor posible, no os faltarán
contradicciones, persecuciones ni desprecios. La divina Providencia os
los enviará sin que vosotros lo queráis o elijáis. Tener en cuenta el bien del prójimo 2. Si os disponéis a hacer algo en sí
indiferente, que -aunque sin motivo- pudiera escandalizar al prójimo,
absteneos de hacerlo por caridad, para evitar el escándalo de los débiles.
El acto heroico de caridad que hacéis en esta circunstancia vale
infinitamente más de lo que hacíais o querías hacer. Pero, si el bien que vais a hacer es necesario o útil al
prójimo, aunque algún fariseo o espíritu malintencionado se
escandalice sin motivo, consultad a una persona prudente para saber si
lo que hacéis es necesario o útil al prójimo en general. Si ella lo
juzga así, proseguid vuestra obra y dejadles hablar, con tal que os
dejen actuar. Contestad entonces como nuestro Señor a algunos discípulos
suyos cuando vinieron a decirles que los escribas y fariseos estaban
escandalizados por sus palabras y acciones: Dejadlos; son ciegos
(Mt. 15, 14) No pretender actuar como los grandes
santos 3. Algunos santos y varones ilustres
pidieron, buscaron e incluso se procuraron cruces, desprecios y
humillaciones mediante actuaciones ridículas. Adoremos y admiremos la
actuación extraordinaria del Espíritu Santo en sus almas y humillémonos
a la vista de virtud tan sublime. Pero no pretendamos volar tan alto;
pues, comparados con estas águilas veloces y estos leones rugientes, no
somos más que gallinas mojadas y perros muertos. Pedir a Dios la sabiduría de la
cruz 4. Sin embargo, podéis y debéis pedir la sabiduría
de la cruz; ciencia sabrosa y experimental de la verdad que permite
contemplar, a la luz de la fe, los misterios más ocultos; entre ellos,
el de la cruz. Sabiduría que no se alcanza sino mediante duros
trabajos, profundas humillaciones y fervientes oraciones. Si necesitáis
este espíritu generoso, que ayuda a llevar con valor las
cruces más pesadas; este espíritu bueno y suave, que hace
saborear -en la parte superior del alma- las amarguras más repugnantes;
este espíritu puro y recto, que sólo busca a Dios;
esta ciencia de la cruz, que encierra todas las cosas; en una palabra,
este tesoro infinito que nos hace partícipes de la amistad de Dios,
pedid la sabiduría; pedidla incesante e insistentemente, sin titubeos,
sin temor de no alcanzarla, e infaliblemente la obtendréis. Entonces
comprenderéis, por experiencia propia, cómo se puede llegar a desear,
buscar y saborear la cruz. Humillarse por las propias faltas,
pero sin turbación 5. Cuando por ignorancia, o aun por culpa vuestra,
cometáis alguna torpeza que os acarree alguna cruz, humillaos
inmediatamente dentro de vosotros mismos bajo la poderosa mano de Dios,
sin turbación voluntaria, diciendo -por ejemplo- en vuestro interior:
«¡Estos son, Señor, los frutos de mi huerto!» Y si en vuestra falta
hubiere algún pecado, aceptad la humillación como castigo de vuestro
orgullo. Muy a menudo, Dios permite que sus mejores servidores,
los más elevados en gracia, cometan faltas de las más humillantes para
empequeñecerlos a sus propios ojos y delante de los hombres, para
quitarles la vista y el pensamiento orgulloso de las gracias que El les
comunica y el bien que hacen, de modo que ningún mortal pueda
gloriarse ante Dios (1 Cor. 1,29), como dice el Espíritu Santo. Dios nos humilla para purificarnos 6. Tened la plena seguridad de que cuanto hay en
nosotros se halla completamente corrompido por el pecado de Adán y por
nuestros pecados actuales. No sólo los sentidos del cuerpo, sino también
todas las potencias del alma. Por eso, cuando nuestro espíritu
corrompido mira algún don de Dios en nosotros, pensando en él y saboreándolo,
ese don, esa acción, esa gracia se manchan y corrompen totalmente y
Dios aparta de ella su divina mirada. Si ya las miradas y pensamientos
humanos echan a perder así las mejores acciones y los dones más
excelentes, ¿qué diremos de los actos de la voluntad propia, aún más
corrompidos que los actos del entendimiento? No nos extrañemos, pues, de que Dios se complazca,.en
ocultar a los cuyos al amparo de su rostro para que no los
manchen las miradas de los hombres ni su propio conocimiento. Y para
mantenerlos ocultos, ¡qué cosas no permite y hace ese Dios celoso! ¡Cuántas
humillaciones les procura! ¡Cuántos tropiezos permite! ¡En cuántas
tentaciones permite que se vean envueltos, como San Pablo! ¡En qué
incertidumbres, tinieblas y perplejidades les deja! ¡Oh! ¡Cuán
admirable es Dios en sus santos y en los caminos por los cuales los
conduce a la humildad y a la santidad. Evitar los engaños del orgullo 7. ¡Mucho cuidado! No vayáis a creer -como
los devotos orgullosos y engreídos- que vuestras cruces son grandes,
que son prueba de vuestra fidelidad y testimonio de un amor singular de
Dios por vosotros. Este engaño del orgullo espiritual es muy sutil e
ingenioso, pero lleno de veneno. Pensad más bien:
Aprovechar
los sufrimientos pequeños más que los grandes 8.
Aprovechad los sufrimientos pequeños más aún que los grandes. Dios no
repara tanto en lo que se sufre cuanto en cómo se sufre. Sufrir mucho,
pero mal, es sufrir como condenados; sufrir mucho y con valor, pero por
una causa mala, es sufrir como mártires del demonio; sufrir poco o
mucho por Dios, es sufrir como santos. Si
podernos escoger nuestras cruces, optemos por las mas pequeñas y
deslucidas cuando se presenten junto a grandiosas y espléndidas. El
orgullo natural puede pedir, buscar y aun escoger cruces grandiosas y
brillantes. Pero escoger y llevar alegremente las cruces pequeñas y sin
brillo sólo puede ser efecto de una gracia singular y de una fidelidad
particular a Dios. Actuad,
pues, como el mercader en su mostrador, sacad provecho de todo, no
desperdiciéis ni la menor partícula de la cruz verdadera, aunque sólo
sea la picadura de un mosquito o de un alfiler, las insignificantes
singularidades del vecino, una pequeña injuria involuntaria, la pérdida
de algunos centavos, un ligero malestar, etc. Sacad provecho de todo,
como el tendero en su tienda, y os enriqueceréis según Dios, como se
enrique él colocando centavo sobre centavo en su mostrador. A la menor
contrariedad que os sobrevenga, decid: «¡Bendito sea Dios! ¡Gracias,
Dios mío!» Guardad luego en la memoria de Dios -que es como vuestra
alcancía- la cruz que acabáis de ganar y no os acordéis más de ella
sino para decir: «¡ Mil gracias, Señor!» o «¡Misericordia!» Amar
la cruz con amor sobrenatural 9.
Cuando se os habla de amor a la cruz no se trata de un amor sensible.
Este es imposible a la naturaleza en esta materia. Hay
que distinguir tres clases de amores: el amor sensible, el amor
racional, el amor fiel y supremo. Dicho de otro modo: el amor de la
parte inferior, que es la carne; el amor de la parte superior, que es la
razón; el amor de la parte superior o cima del alma. que es el
entendimiento iluminado por la fe. Dios
no os pide amar la cruz con la voluntad de la carne. Siendo ésta
completamente corrompida y criminal, todo lo que sale de ella está
corrompido; es más, no puede someterse por sí misma a la voluntad de
Dios y a su ley crucificante. Por eso, Nuestro Señor, hablando de ella
en el huerto de los Olivos, exclama: Padre, no se haga mi voluntad,
sino la tuya (Lc. 22,47). La parte inferior del hombre, en
Jesucristo -en quien todo era santo- no pudo amar la cruz sin interrupción;
la nuestra -que es toda corrupción- la rechazará con mayor razón. Es
cierto que podemos, a veces -como algunos santos-, experimentar una
alegría sensible en nuestros sufrimientos. Pero esta alegría no
proviene de la carne, aunque esté en la carne. Viene de la parte
superior. La cual se encuentra tan llena de la alegría divina del Espíritu
Santo, que llega a redundar en la parte inferior. En estos momentos, la
persona más crucificada puede decir: Mi corazón y mí carne
retozan por el Dios vivo (Sal. 84). Existe
otro amor a la cruz que llamo razonable; radica en la parte superior,
que es la razón. Es un amor totalmente espiritual. Nace del
conocimiento de la felicidad que hay en sufrir por Dios. Por eso es
perceptible y aun es percibido por el alma, a la que alegra y fortalece
interiormente. Pero ese amor racional y percibido, aunque bueno y muy
bueno, no es siempre necesario para sufrir con alegría y según Dios. Pues
existe otro amor. De la cima o ápice del alma, dicen los maestros de la
vida espiritual; de la inteligencia, dicen los filósofos. Mediante este
amor, aún sin sentir alegría alguna en los sentidos, sin percibir gozo
razonable alguno en el alma, amamos y saboreamos, mediante la luz de la
fe desnuda, la cruz que llevamos. Mientras
tanto, muchas veces todo es guerra y sobresalto en la parte inferior,
que gime, se queja, llora y busca alivio. Entonces decimos con
Jesucristo: Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc.
22,52). O con la Santísima Virgen: Aquí está la esclava del Señor,
hágase en mi según tu palabra (Lc. 1,38). Con
uno de estos dos amores de la parte superior hemos de amar y aceptar la
cruz. Sufrir
toda clase de cruces, sin excepción ni selección 10.
Decidíos, queridos Amigos de la Cruz, a padecer toda clase de cruces,
sin elegirlas ni seleccionarlas; toda clase de pobreza, humillación,
contradicción, sequedad, abandono, dolor psíquico o físico, diciendo
siempre: Pronto está mi corazón, ¡oh Dios !- está mi corazón
dispuesto (Sal. 57). Disponeos,
pues, a ser abandonados de los hombres y de los ángeles y hasta del
mismo Dios; a ser perseguidos, envidiados, traicionados, calumniados,
desacreditados y abandonados de todos; a padecer hambre, sed,
mendicidad, desnudez, destierro, cárcel, horca y toda clase de
suplicios, aunque no los hayáis merecido por los crímenes que se os
imputan. Imaginaos, por último, que después de haber perdido los
bienes y el honor, después de haber sido arrojados de vuestra casa
-como Job y Santa Isabel de Hungría, se os lanza al lodo, como a está
Santa, o se os arrastra a un estercolero, como a Job, maloliente y
cubierto de úlceras, sin un retazo de tela para cubrir vuestras llagas,
sin un trozo de pan -que no se niega al perro ni al caballo-, y que, en
medio de tales extremos, Dios os abandona a todas las tentaciones del
demonio, sin derramar en vuestra alma el más leve consuelo espiritual. Ahí
tenéis, creedlo firmemente, la meta suprema de la gloria divina y la
felicidad verdadera de un auténtico y perfecto Amigo de la Cruz.. Cuatro
motivos para sufrir como se debe 11.
Para animaros a sufrir como se debe, acostumbraros a considerar esta
cuatro cosas: a) La mirada de Dios En
primer lugar, la mirada de Dios. Como un gran rey, desde lo alto de una
torre, contempla a sus soldados en medio de la pelea, complacido y
alabando su valor. ¿Qué contempla Dios sobre la tierra? ¿A los reyes
y emperadores en sus tronos? -A menudo los mira con desprecio. ¿Mira
las grandes victorias de los ejércitos del Estado, las piedras
preciosas; en una palabra, las cosas que los hombres consideran grandes?
-Lo que es grande para los hombres, es abominable ante Dios
(Lc. 16,15). Entonces, ¿qué es lo que mira con gozo y complacencia,
pidiendo noticias de ello a los ángeles y a los mismos demonios? -Dios
mira al hombre que lucha por él contra la fortuna, el mundo, el
infierno y contra sí mismo, al hombre que lleva la cruz con alegría.
¿Has reparado sobre la tierra en una maravilla tan grande que el cielo
entero la contempla con admiración? -dice el Señor a Satanás-. ¿Te
has fijado en mi siervo Job, que sufre por mi? (Job. 2,3). b)
La mano de Dios En
segundo lugar, considerad la mano de este poderoso Señor. Permite todo
el mal que nos sobreviene de la naturaleza, desde el más grande hasta
el más pequeño. La misma mano que aniquiló a un ejército de cien mil
hombres hace caer la hoja del árbol y el cabello de vuestra cabeza. La
mano que con tanta dureza hirió a Job os roza con esa pequeña
contrariedad. Con la misma mano hace el día y la noche, la luz y las
tinieblas, el bien y el mal. Permitió los pecados que os inquietan; no
fue el autor de la malicia, pero permitió la acción. Así,
pues, cuando os encontréis con un Semeí, que os injuria, os tira
piedras como al rey David, decid interiormente: «No nos venguemos; dejémosle
actuar, pues se lo ha mandado el Señor. Reconozco que tengo merecido
toda esta clase de ultrajes y que Dios me castiga con justicia. ¡Detente,
brazo mío¡ ¡Refrénate, lengua mía! ¡No hieras! ¡No hables! Ese
hombre o esa mujer que me dicen o infieren injurias son embajadores de
Dios, vienen enviados por su misericordia para vengarse amistosamente de
mi. No irritemos su justicia usurpando los derechos de su venganza. No
menospreciemos su misericordia resistiendo a sus amorosos golpes. No sea
que, para vengarse, nos remita a la estricta justicia de la eternidad». ¡Mirad!
Con una mano todopoderosa e infinitamente prudente, Dios os sostiene,
mientras os corrige con la otra. Con una mano mortifica, con la otra
vivifica. Humilla y enaltece. Con un brazo poderoso alcanza del uno al
otro extremo de vuestra vida, suave y poderosamente: suavemente, porque
no permite que seáis tentados y afligidos por encima de vuestras
fuerzas; poderosamente, porque os ayuda por una gracia poderosa y
proporcionada a la fuerza y duración de la tentación o aflicción;
poderosamente también, porque -como lo dice el Espíritu de su santa
Iglesia- se hace «vuestro apoyo al borde del precipicio ante el cual os
halláis; vuestro compañero, si os extraviáis en el camino; vuestra
sombra, si el calor os abrasa; vuestro vestido, si la lluvia os empapa y
el frío os hiela; vuestro vehículo, si el cansancio os oprime; vuestro
socorro, si la adversidad os acosa; vuestro bastón, si resbaláis en el
camino; vuestro puerto, en medio de las tempestades que os amenazan con
ruina y naufragio». c) Las llagas y los dolores de Jesús crucificado En
tercer lugar, contemplad las llagas y los dolores de Jesucristo
crucificado. El mismo os dice: «¡Vosotros los que pasáis por el
camino lleno de espinas y cruces por el que yo he transitado, mirad,
fijaos; mirad con los ojos corporales y ved con los ojos de la
contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros menosprecios,
dolores y desamparos, son comparables con los míos. Miradme a mí, el
inocente, y quejaos vosotros, los culpables!» Por
boca de los apóstoles, el mismo Espíritu Santo nos ordena esa misma
mirada a Jesucristo crucificado, nos ordena armarnos con este
pensamiento, que constituye el arma más penetrante y terrible contra
nuestros enemigos. Cuando la pobreza, la abyección, el dolor, la
tentación y otras cruces os ataquen, armaos con el pensamiento de
Jesucristo crucificado; que os servirá de escudo, coraza, casco y
espada de doble filo. En él encontraréis la solución a todas vuestras
dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo. d) Arriba, el cielo; abajo, el infierno En
cuarto lugar, mirad en el cielo la hermosa corona que os aguarda, con
tal que llevéis debidamente vuestra cruz. Esta recompensa sostuvo a los
patriarcas y profetas en su fe y persecuciones, animó a los apóstoles
y mártires en sus trabajos y tormentos. Los patriarcas decían con Moisés:
Preferimos ser afligidos con el Pueblo de Dios, para ser
felices con él eternamente, a disfrutar de las ventajas pasajeras
del pecado (Heb. 11,24). Los profetas decían con David: Sufrimos
grandes afrentas a causa de la recompensa. Los apóstoles y mártires
decían con San Pablo: Somos como víctimas condenadas a muerte,
como un espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres
por nuestros padecimientos; como desecho y anatema del mundo (1
Cor. 4,9.13) a causa del peso eterno de gloria incalculable que nos
prepara la momentánea y ligera tribulación (2 Cor. 4,17). Miremos
por encima de nosotros a los ángeles, que nos gritan: «Cuidado con
perder la corona destinada a recompensar la cruz que os ha tocado -con
tal que la llevéis como se debe-. Si no la lleváis debidamente, otro
lo hará y se llevará vuestra corona». «Luchad con valentía, sufrid
con paciencia -nos dicen todos los santos-, y recibiréis un reino
eterno». Escuchemos, por fin, a Jesucristo, que nos dice: «Sólo
premiaré a quien haya padecido y vencido por su paciencia». Miremos
abajo el sitio que merecemos. Nos aguarda en el infierno, junto al mal
ladrón y a los réprobos, si nuestro padecer -como el suyo- va acompañado
de murmuraciones, despecho y venganza. Exclamemos con San Agustín: «Quema,
Señor; corta, poda, divide en esta vida en castigo de mis pecados, con
tal que me perdones en la eternidad». ***** No
quejarse jamás de las criaturas 12.
No os quejéis jamás voluntariamente y con murmuraciones de las
criaturas que Dios utiliza para afligiros. Observad
que se dan tres clases de quejas en las penas. -
La primera es involuntaria y natural: es la
del cuerpo que gime, suspira, se queja, llora, se lamenta. Como ya dije,
si el alma en su parte superior está sometida a la voluntad de Dios, no
hay ningún pecado. -
La segunda es razonable: nos quejamos y
descubrimos nuestro mal a quienes pueden remediarlo: al superior, al médico...
Esta queja puede constituir una imperfección si es demasiado
intempestiva, pero no es pecado. -
La tercera es criminal. Se da cuando nos quejamos al prójimo para librarnos del mal
que nos inflige o para vengarnos, o cuando nos quejamos del dolor que
padecemos, consintiendo en esta queja y añadiéndole impaciencia y
murmuración. ***** 13.
No recibáis nunca la cruz sin besarla humildemente con agradecimiento.
Si Dios en su bondad os regala alguna cruz algo importante, dadle
gracias de una manera especial y pedid a otros que hagan lo mismo. A
ejemplo de aquella pobre mujer que, habiendo perdido todos sus bienes a
causa de un pleito injusto, con la única moneda que le quedaba mandó
inmediatamente celebrar una misa para agradecer a Dios la buena suerte
que había tenido. ***** Cargar
con cruces voluntarias 14.
Si queréis haceros dignos de las cruces que os vendrán sin vuestra
participación -son las mejores-, cargaos con algunas cruces
voluntarias, siguiendo el consejo de un buen director. Por
ejemplo: ¿Tenéis en casa algún mueble inútil al cual sentís cariño?
-Dadlo a los pobres y decid: ¿Quisieras tener cosas supérfluas, cuando
Jesús es tan pobre? ¿Os
repugna algún manjar, algún acto de virtud, algún mal olor? -Probad,
practicad, oled; superaos. ¿Tenéis
cariño excesivamente tierno o exagerado a una persona u objeto?
-Apartaos, privaos, alejaos de lo que os halaga. ¿Sentís
prisa natural por ver, actuar, aparecer en público, ir a tal o cual
sitio? -Deteneos, callaos, ocultaos, apartad vuestra mirada. ¿Tenéis
repugnancia natural a determinado objeto o persona? -Usadlo a menudo,
frecuentad su trato: superaos. Si
sois auténticos Amigos de la Cruz, el amor -siempre ingenioso- os hará
descubrir así la cantidad de cruces pequeñas. Con ellas os enriqueceréis
sin daros cuenta y sin temor a la vanidad, que a menudo se mezcla con la
paciencia cuando se llevan cruces relumbrantes. Y, por haber sido fieles
en lo poco, el Señor -como lo tiene prometido- os pondrá al
frente de lo mucho, es decir, sobre la multitud de gracias que os dará,
sobre multitud de cruces que os enviará, sobre una inmensa gloria que
os preparará... |