Muy
cerca del Calvario, en un huerto, José de Arimatea se había hecho labrar en la
peña un sepulcro nuevo. Y por ser la víspera de la gran
Pascua de los judíos,
ponen a Jesús allí. Luego, José, arrimando una gran piedra, cierra la
puerta del sepulcro y se va (Mt XXVII,60).
Sin nada vino Jesús al mundo, y sin nada —ni
siquiera el lugar donde reposa— se nos ha ido.
La Madre del Señor —mi Madre— y las mujeres
que han seguido al Maestro desde Galilea, después de observar todo atentamente,
se marchan también. Cae la noche.
Ahora ha pasado todo. Se ha cumplido la obra de
nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros
y su
muerte nos ha rescatado.
Empti enim estis pretio magno! (1 Cor
VI,20), tú y yo hemos sido comprados a gran precio.
Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de
Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en
nosotros por el
Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de
corredimir a todas las almas.
Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la
vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con El.
Puntos
de meditación:
1. Nicodemo y José de Arimatea —discípulos
ocultos de Cristo— interceden por Él desde los altos cargos que ocupan.
En la
hora de la soledad, del abandono total y del desprecio..., entonces dan la cara audacter
(Mc XV,43)...: ¡valentía heroica!
Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré
al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré
con mis
desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de
mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie
me lo
podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
Cuando todo el mundo os abandone y desprecie..., serviam!,
os serviré, Señor.
2. Sabed que fuisteis rescatados de vuestra
vana conducta..., no con plata u oro, que son cosas perecederas, sino con la
sangre preciosa
de Cristo (1 Pet I,18-19).
No nos pertenecemos. Jesucristo nos ha comprado
con su Pasión y con su Muerte. Somos vida suya. Ya sólo hay un único modo de
vivir
en la tierra: morir con Cristo para resucitar con El, hasta que podamos
decir con el Apóstol: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí
(Gal II,20).
3. Manantial inagotable de vida es la Pasión de
Jesús.
Unas veces renovamos el gozoso impulso que llevó
al Señor a Jerusalén. Otras, el dolor de la agonía que concluyó en el
Calvario...
O la gloria de su triunfo sobre la muerte y el pecado. Pero, ¡siempre!,
el amor —gozoso, doloroso, glorioso— del Corazón de Jesucristo.
4. Piensa primero en los demás. Así pasarás por
la tierra, con errores sí —que son inevitables—, pero dejando un rastro de
bien.
Y cuando llegue la hora de la muerte, que vendrá
inexorable, la acogerás con gozo, como Cristo, porque como El también
resucitaremos
para recibir el premio de su Amor.
5. Cuando me siento capaz de todos los horrores y
de todos los errores que han cometido las personas más ruines, comprendo bien
que
puedo no ser fiel... Pero esa incertidumbre es una de las bondades del Amor
de Dios, que me lleva a estar, como un niño, agarrado
a los brazos de mi Padre,
luchando cada día un poco para no apartarme de El.
Entonces estoy seguro de que Dios no me dejará de
su mano. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse
del hijo
de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré
(Is XLIX, 15).
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